viernes, 18 de octubre de 2013

Tragedias






Tragedias

El otro difunto también fue sonado en Tarragona, se había colgado del cuello y lo hizo mirando un coche lujoso y recién estrenado. Lo dejó aparcado en medio de la plaza; un mercedes 190 D de color negro. En los últimos momentos de su vida no le quedó otro remedio que sacarle la lengua a R. un vecino que no se cansa nunca de repetir el encuentro y de recoger el tributo merecido por denunciar lo sucedido a la policía. Parece como si tuviera cierto interés en remarcar los detalles del acontecimiento, quizá para hacerme ver el infierno donde había caído, o quizá, para gozar levemente de su infortunio y recoger mi amistad como consolación a la imagen tenebrosa que permanentemente guardaba en su pensamiento.

A los tres años de los hechos relatados, el lugar esta infectado de serpientes negras, de ratas, avispas y dragones. Por el suelo corrían y hasta se hacía difícil caminar, había que hacerlo entre matojos que crecían salvajes y chumberas que llenaban el aire de espinos. Los montones de escombro y las jeringuillas de los yonquis obligaban a mirar con mucha atención, todo aquello despertaba los más ocultos sentimientos. Por una puerta de madera remendada y herida por los perdigones que habían disparado sobre ella los cazadores furtivos, se podía llegar hasta una higuera de grandes proporciones. Hermosa y solitaria, era una nota verde que sobresalía por los tejados. Sin querer presidía aquel lugar lleno de espanto como el árbol del paraíso preside nuestro pensamiento.

En la parte posterior de la casa, la reja de una ventana había sido reventada con una palanca; por ella se podía ver la oscuridad del interior. Poco a poco se configuraron las sombras enganchadas a la pared y el hollín producido por un coche que habían quemado allí mismo. Todo ayudaba a crear la escenografía de la tragedia. Nada hay más hiriente en el alma que el aspecto de abandono y de temor que emerge de una casa tapiada, más aún si conoces su historia.

Al mirar atentamente el espacio empecé a ver con imprecisiones y experimenté como se dibujaba y revelaba todo aquello. ¡Era asombroso! Todo se presentaba ante los ojos con pereza, como un despertar lento. La luz se adecuaba a la mirada y aclaraba la escena. Los detalles aparecían con un registro especial y aquello que provocaba temor, poco a poco se convirtió en una Epifanía. El suelo era de pavimento de tierra y cemento en mal estado y todo estaba sucio hasta la repulsión, pero una sucesión de arcos de piedra se fundían en la oscuridad, entonces el asombro me cautivó de forma súbita. Todo estaba allí, cubierto de botellas rotas, papeles, azulejos adornados con flores de los setenta y desolación impresa de los noventa, pero tenía un aspecto robusto y un pasado gloriosos. Una serie de arcos de piedra daban paso a diferentes salas y en una de ellas se insinuaba la forma de un hogar de buen tamaño. En un rincón cercano a la ventana, una prensa de aceite se conservaba en perfecto estado. Seguía allí debido a que su peso lo impedía. Por el momento ninguna mano humana podía arrancar las raíces ancladas en una masa de hierro y hormigón que la hacían heredera de aquel lugar. Ella era el testimonio de una actividad laboriosa. En el rincón opuesto a la prensa, donde dicen que encontraron al propietario maniatado y ya frío, un espacio se iluminaba violentamente, el sol se colaba por una claraboya y mostraba los estragos de una cocina económica arrancada, puertas rotas, wáters y lavabos hechos trizas, tuberías dobladas y arrancadas y sobretodo cables quemados.

Asomé la cabeza por aquella obertura como una alimaña, como una más de las bestias que habitaban allí, aúlle como ellas y en aquel instante el horizonte de un posible suceso transcendió la historia de aquel lugar y la mía. En mi mente se creó una laguna encendida de pasiones, sueños elaborados con los años que ahora presentía que se podían cumplir. En un segundo, todo aquello se convirtió en el camino que daba sentido a la vida.

Miré varias veces aquellas salas oscuras, miré la firmeza del suelo sobre el que se sustentaba la casa, miré los forjados y los gruesos muros de piedra y entonces no quise ver más, sin querer, ya miraba la oscuridad sin ver los límites. No pensé nada: si dijera algo sensato mentiría. Sólo intuí que todos los posibles caminos estaban incluidos allí. También advertí mi soledad y lo avanzado de mi edad; tenía 50 años y me había quedado sin taller. Aquella parecía la única oportunidad que me daba la vida para ordenar el trabajo realizado; aquel lugar era la Icária esperada, la tierra prometida. Había perdido el taller de Castellvell y allí aparecía un hogar nuevo, un objetivo claro, un farallón para defender, una "patria" donde luchar y también morir.

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