miércoles, 25 de mayo de 2011

domingo, 22 de mayo de 2011

Capilla de vanidades


Desvelos entre penumbras. Colabora: Isis Zoe. La Comella 2010

Capilla de vanidades

Se quitó la ropa lentamente, abrió el grifo del agua caliente y tomó vapores de azahar. Al instante se empañó el espejo de perlas diminutas. Fue un momento misterioso que definió el perfil de su identidad en un segundo; todo el devenir empezó a rodar a su suerte y se hizo imparable...
¡Siempre sorprendente!

Como digo, fue un momento misterioso y revelador que se desvaneció al instante. De lo ocurrido no me acuerdo bien. Estoy leyendo su mente y no encuentro los hilos tejidos en su pensamiento, ¡es un laberinto indescriptible! Tampoco es muy importante para el relato, lo que es determinante es que en aquel segundo se acordó de la palabra sagrada que el rabino de Praga había escrito bajo la lengua de un muñeco de barro y pensó que ella también podía animar la materia inerte...
Con el dedo, sobre el lienzo cristalino del espejo empañado, rotuló:

—Emet — (Verdad)
Ella vivía poseída por el concepto y la palabra se acoplaba perfectamente a todo lo que existía. La palabra no sólo representaba si no que era la que presentaba el mundo al nombrarlo y por ello podía esclavizar la razón...

En el espacio liberado por el dedo se reflejó su cuerpo agraciado y ardoroso. Un deseo incontrolado se apoderó de ella y en un instante se sintió viva y palpitante en el corazón del mundo. Era tal la emoción que sus ojos lloraron de felicidad y de su boca empezó a emerger la primavera con abundante floración de rosas.

Cada día al clarear la aurora se dirigía al baño sin dilación y hacía el mismo ritual. Se sentaba ante el modelo borroso de si misma para adornare y gozarse sin ningún pudor. Su mayor revelación tenía lugar al transformar su cuerpo y mimarse con gestos galantes. Se complacía con caricias interminables que espiaba con picardía entre los resquicios del velo de Isis. Se tocaba suavemente saboreando cada milímetro de piel, alargando cada segundo y llegando a cotas de éxtasis para otros inalcanzables. Sin darse cuenta construyó la personificación de la vanidad y para ella su cuerpo se constituyó en el templo sagrado de su virtud.

Era un ritual íntimo que hacía siempre en silencio y en las primeras luces del día. Su voz se perdía en un monólogo interior y nunca dejó de pronunciar la palabra Emet, lo hacía varias veces hasta llenarse la boca de las ambrosías del alba. Pensaba que igual que el sol nace de su propia voluntad, ella era artífice de si misma.
Pintaba los ojos, los labios y el tono de las mejillas con el tinte que ella misma segregaba, pigmentos que sacaba de su propia sangre, del flujo vaginal, la orina y los excrementos. Los guardaba con cuidado en frasquitos de bálsamos en desuso; cajas misteriosas que cuidaba con devoción y celo. Vigilaba sus reservas sin párpados en los ojos y desconfiaba de todo aquel que se acercaba a su vida. Maldecía el interés de los curiosos y se alejaba de aquellos que descubrían sus secretos. Tenía el dormitorio repleto de sus propias excrecencias: era el tabernáculo de sus presunciones. Relicarios con granos, uñas, pelo, postillas, dientes de cuando era niña, la primera sangre menstrual y una lista interminable de productos indescriptibles.

Cierta vez relajó la disciplina y garabateó mal la palabra sobre el vaho del cristal; en su mente se reveló otra verdad y el desasosiego llenó su corazón. Descubrió que aquello que sentía cada día no eran los plácidos murmullos del paraíso y pensó que todo fue un sueño expresado en el plano deformado del reflejo. Fue un descuido y súbitamente se abrió en su mente la puerta de la incertidumbre, el dolor y el desconsuelo…

— ¡Ha sido un instante, tan sólo por un instante!—

Un destello de luz le traspasó el cuerpo y al soplo leve de su aliento descubrió la realidad que ella misma había creado… Se había dibujado así misma con la precisión de un orfebre y el error en la palabra sagrada había derrumbado en su mente el templo de fantasía. Pensó varias horas sobre el asunto; su identidad la golpeaba con una idea fija en la mente...

¡Ser, o aparentar ser...!


Mi cuerpo es la caja de los secretos, la armadura de mi existencia, ¡es el envoltorio de mi obra! —

Decidió seguir con la farsa: no conocía otra realidad que aquella que había creado en el espejo y cuidó la rotulación con mayor esmero. Aprendió a describirse correctamente ante la misteriosa máscara de la realidad y disfrutó de coherencia y dignidad toda su vida.

Siguió imparable el curso del tiempo y a pesar de gozarse como Hermafrodita, de lucir el resplandor de las ninfas y sentirse espléndida como Narciso, un día se sintió cansada. Pausadamente contempló la llegada del fin; un hormigueo subió por el brazo izquierdo, el frío adornó su frente, las manos le temblaron y el pecho se alteró…

¡Todo fue muy breve!

En un instante resolvió el enigma de su vida, cogió un tubo de cobre y allí dejó caer el único fonema que salió de su boca…

—Met— ( Muerte)

Fue el cierre de su identidad, su última obra, ¡uno más de sus tesoros!

martes, 17 de mayo de 2011

La Minotaura

Escucha atentamente, De la serie: La caída. Tarragona, 2011



La Minotaura

Era hija de familia sencilla y respetable, gozó de una educación cuidada y nunca tuvo motivos para revelarse contra nada. Afortunada en la distribución de vienes que proporciona el destino, disfrutó del amor de los padres y de la alegre compañía de muchos amigos.

Un día estaba en una fiesta, ya entrada la madrugada, entre bromas y algarabías alguien leyó su mano y quedó pálida al instante. Fue escueta en palabras: le dijo que vislumbraba en su vida un territorio inmenso, solitario y cercano. Era la noche de Santa Lucía, no conocía su reino y no prestó atención a los significados de aquellas palabras imprecisas. Por el contrario rió jubilosa, incrédula ante el giro del devenir, se retorció festiva hasta caer al suelo. Los amigos le acompañaron en la zarabanda y le pasaron el resto de un canuto que apuró al instante; después gritó con la fuerza de la juventud…

—Mi futuro lo gobierno a mi antojo, será un viaje interminable, ¡apacible en el gran pacto!—

Un día vislumbró ante los ojos una mancha diminuta y en el pecho sintió una llamarada inquietante. Era la señal de una bifurcación de la vida y se hacía presente de manera imperiosa. Aparecía en el momento justo, en el lugar exacto donde se esbozan los misterios del devenir. Una puerta terrible se abrió ante ella y no supo, no quiso o no pudo evitarla. La traspasó con el corazón limpio de una joven que se abre a la llama apasionada del amanecer; eso quiso pensar mientras lo hacía…

Ya poseída por su destino comprobó que sus sentidos eran la réplica exacta y directa del laberinto del mundo. Toda su complejidad se presentó de súbito enlazada en los recuerdos de aquella noche y ya no pudo salir de sus corredores interminables. Se vislumbró activada por los efectos de una realidad estimulada, su identidad estaba disuelta en un tiempo oscuro y remoto. Sentía la mente fragmentada en pedazos diminutos y dedujo que era la sombra indefinida del minotauro. Ella, la voz de la inocencia, se encontraba cautiva en la malla contrahecha y perversa de su imaginación.

Con la luz enloquecida de sus diminutos ojos pudo contemplar su nuevo rostro. Era un retrato en negro temeroso de la luz; ofrenda involuntaria y macabra del reflejo de la niñez. Su imagen le produjo un temor increíble y se recluyó en los corredores profundos, insondable y baldíos de aquel Dédalo virtual. Aterrorizada ante las tinieblas que proyectaba su mente exclamó:

—¡Abrigo el aliento frío!—

Por un instante consideró la angustia de la soledad, comprobó que en su interior estaban todos los abismos y en ellos se precipitaba de forma inexorable. El destino había volteado su carta de navegación en un instante. Ahora su mente era el escenario de su reino y sus manos no servían para asirse a nada. Vio como sus ojos desprendían sufrimiento y melancolía, suplicaban compasión ante el secuestro de si misma y se encendían como ascuas en la noche. Fue un instante de transición, de revelación clarividente y comprobó con amargura que el tiempo no tiene retorno; es una piedra que toma inercia en la pendiente.

Con furor giró el rostro hacia el futuro y todo su cuerpo se encendió de cólera: aulló de dolor por no haber sido advertida, por no haber atendido, por no haber comprendido el significado de una palabra, de un gesto. Nadie le habló nunca de los secretos del alma, jamás le advirtieron de la dirección de los sucesos. Ahora ya estaba herida, atravesada en la batalla y recluida entre sus manos. Sólo podía transitar corredores ilusorios y aceptar su aislamiento.

—…mi camino es un trecho de tinieblas;
mi padre no puede hacerme alas…

¡La luz me espanta la luz! —

Desde aquel instante allí se halla, encadenada a un mal que se ha hecho herida, fístula que ha olvidado el origen y perturbado la mente. La oscuridad es un muro de acero, es su blindaje y su hogar. En aquel fárrago trenzado de borrosos recuerdos se levantan las murallas de su reino. Allí se ha habituado a vivir en el tormento de los días y desde allí se oye su voz inclemente.

—No sé, no puedo, no quiero escapar de mi laberinto. No hay regreso ni reconciliación posible...

¡Ya no puedo, no se, no quiero volar a Icaria…!—



A Mar, Ana, Georgina, Silvia, Sonia, Glenda…

Gregorio Bermejo 17/5/011/

sábado, 14 de mayo de 2011

María la Náyade

Murmullos entre destellos de luz. La Comella, 12/5/011

María la Náyade

María se sentía extraña y complacida dentro de su menudito cuerpo; en él era el flujo de un sueño húmedo y placentero. Se acariciaba con suavidad y se amaba con devoción permanente. Cada día dedicaba varias horas en maquillarse, cuidarse y disfrutar con sensualidad sus propios sentidos. Ante el espejo miraba sus ojos y veía en ellos la profundidad del cielo. Pensaba que su saliva le alimentaba y que era un elixir que le ayudaba a mantenerse bella como una Náyade. Descubría cada día que no podía vivir fuera de aquellas sensaciones acuosas; lo que sentía era la voz del mundo y en su contemplación empezaba y terminaba todo lo que había en su mente. Salir de ellos era la consumación del destino, por este motivo no dejaba ni un instante el pensamiento en libertad. No se permitía ninguna reflexión que no fuera fruto destilado de manos, ojos, boca y oídos. Tenía presente que esos eran los sensores de su existencia y dentro de ellos fluía como un manantial eterno...

Un día contempló emocionada un río carmesí: la alfombra de las estrellas. Le llamó la atención aquello de disolverse entre aplausos, hacerse inmortal en el luminoso suceder de las miradas ajenas.

¡Fue el final de todo!

Miró de frente el sol radiante de los flashes; durante varias horas contempló sin parpadear su imagen glamorosa. Se sintió el centro del deseo, la luz de la esperanza, el perfume destilado de universos misteriosos. ¡Por un instante fue la espuma dorada del mundo!

Una luz intensa entró por sus ojos y quedó sumergida en la oscuridad permanente. Sin rendirse pensó que tenía otros sentidos, que entre los más etéreos le quedaba el olfato y empezó a esnifar mandinga, papuza, gilada. perico, grasa, merca, camerusa, pala, pichi, sniper, tecla, fernancha, catimba, milanga, bolita, farla, malanga, sablazo, quipito, triqui, ¡en fin…!, se destrozó la nariz y la mente…
Así continuó y en muy poco tiempo agotó cada uno de los sentidos, uno a uno los fue borrando hasta quedar disuelta en una mancha oscura.

Sólo quedó el rocío del aire…
¡El leve rumor del río!