martes, 17 de mayo de 2011

La Minotaura

Escucha atentamente, De la serie: La caída. Tarragona, 2011



La Minotaura

Era hija de familia sencilla y respetable, gozó de una educación cuidada y nunca tuvo motivos para revelarse contra nada. Afortunada en la distribución de vienes que proporciona el destino, disfrutó del amor de los padres y de la alegre compañía de muchos amigos.

Un día estaba en una fiesta, ya entrada la madrugada, entre bromas y algarabías alguien leyó su mano y quedó pálida al instante. Fue escueta en palabras: le dijo que vislumbraba en su vida un territorio inmenso, solitario y cercano. Era la noche de Santa Lucía, no conocía su reino y no prestó atención a los significados de aquellas palabras imprecisas. Por el contrario rió jubilosa, incrédula ante el giro del devenir, se retorció festiva hasta caer al suelo. Los amigos le acompañaron en la zarabanda y le pasaron el resto de un canuto que apuró al instante; después gritó con la fuerza de la juventud…

—Mi futuro lo gobierno a mi antojo, será un viaje interminable, ¡apacible en el gran pacto!—

Un día vislumbró ante los ojos una mancha diminuta y en el pecho sintió una llamarada inquietante. Era la señal de una bifurcación de la vida y se hacía presente de manera imperiosa. Aparecía en el momento justo, en el lugar exacto donde se esbozan los misterios del devenir. Una puerta terrible se abrió ante ella y no supo, no quiso o no pudo evitarla. La traspasó con el corazón limpio de una joven que se abre a la llama apasionada del amanecer; eso quiso pensar mientras lo hacía…

Ya poseída por su destino comprobó que sus sentidos eran la réplica exacta y directa del laberinto del mundo. Toda su complejidad se presentó de súbito enlazada en los recuerdos de aquella noche y ya no pudo salir de sus corredores interminables. Se vislumbró activada por los efectos de una realidad estimulada, su identidad estaba disuelta en un tiempo oscuro y remoto. Sentía la mente fragmentada en pedazos diminutos y dedujo que era la sombra indefinida del minotauro. Ella, la voz de la inocencia, se encontraba cautiva en la malla contrahecha y perversa de su imaginación.

Con la luz enloquecida de sus diminutos ojos pudo contemplar su nuevo rostro. Era un retrato en negro temeroso de la luz; ofrenda involuntaria y macabra del reflejo de la niñez. Su imagen le produjo un temor increíble y se recluyó en los corredores profundos, insondable y baldíos de aquel Dédalo virtual. Aterrorizada ante las tinieblas que proyectaba su mente exclamó:

—¡Abrigo el aliento frío!—

Por un instante consideró la angustia de la soledad, comprobó que en su interior estaban todos los abismos y en ellos se precipitaba de forma inexorable. El destino había volteado su carta de navegación en un instante. Ahora su mente era el escenario de su reino y sus manos no servían para asirse a nada. Vio como sus ojos desprendían sufrimiento y melancolía, suplicaban compasión ante el secuestro de si misma y se encendían como ascuas en la noche. Fue un instante de transición, de revelación clarividente y comprobó con amargura que el tiempo no tiene retorno; es una piedra que toma inercia en la pendiente.

Con furor giró el rostro hacia el futuro y todo su cuerpo se encendió de cólera: aulló de dolor por no haber sido advertida, por no haber atendido, por no haber comprendido el significado de una palabra, de un gesto. Nadie le habló nunca de los secretos del alma, jamás le advirtieron de la dirección de los sucesos. Ahora ya estaba herida, atravesada en la batalla y recluida entre sus manos. Sólo podía transitar corredores ilusorios y aceptar su aislamiento.

—…mi camino es un trecho de tinieblas;
mi padre no puede hacerme alas…

¡La luz me espanta la luz! —

Desde aquel instante allí se halla, encadenada a un mal que se ha hecho herida, fístula que ha olvidado el origen y perturbado la mente. La oscuridad es un muro de acero, es su blindaje y su hogar. En aquel fárrago trenzado de borrosos recuerdos se levantan las murallas de su reino. Allí se ha habituado a vivir en el tormento de los días y desde allí se oye su voz inclemente.

—No sé, no puedo, no quiero escapar de mi laberinto. No hay regreso ni reconciliación posible...

¡Ya no puedo, no se, no quiero volar a Icaria…!—



A Mar, Ana, Georgina, Silvia, Sonia, Glenda…

Gregorio Bermejo 17/5/011/

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