lunes, 13 de junio de 2011

Mojiganga. Al ilustre Strauss-Kahn



Metamorfosis en un segundo. Strauss-Kahn el día siguiente...

Mojiganga

Llevaba el apellido del gran emperador de China, se creía destinado a gobernar uno de los países más poderosos de Europa, estaba bien considerado y tenia detrás las consignas más nobles de la revolución de los desheredados. Todo era ordenado en su mente y en su vida; era tal su fortaleza, su equilibrio intelectual y científico, que parte de la economía mundial dependía de las decisiones de su mente. Baste esta breve introducción para sopesar las consecuencias históricas del presente relato.
Probablemente lo sucedido fue un instante fatal señalado en su destino, así lo evidencian los hechos. Queda claro que todos los signos se confabularon para que los pequeños errores aparezcan como la evidencia de la perversidad, la acción de un monstruo desbocado que hay que erradicar de raíz.

Estaba en New York, la jornada había sido agotadora y estresante; había asistido a varias reuniones al más alto nivel y cada una de ellas lo habían excitado y marchitado varias veces consecutivas sin tener la oportunidad de descargar el peso de las simientes. Un ritmo así no es fácil de sobrellevar y menos controlar aunque él era un hombre bregado en las grandes batallas y aquel no era su último día, pensó con la intención de serenarse.

—Un impulso genital azota mi mente y yo se como calmarlo.—

Antes de regresar a casa tomó una baño caliente y frío, quería reactivar la sangre y sentirse limpio y entero. Tenía el hábito de hacerlo con los choques térmicos del agua a la que añadía sales estimulantes. Aquel día le puso un poquito de “ola de marfil”, pensó que se lo había ganado. Por lo sucedido se deduce que no midió bien los porcentajes y cuando salió del baño tuvo una erección súbita que le llenó de asombro y del poder de un caballo. La tomó en la mano y no supo que hacer con ella, era un arma amenazante que no tenia acomodo en aquel instante. Fuera del baño, en el dormitorio, se oyó el redoble caminar de unos zapatos de aguja. En su desconcierto pasaron unos segundos, tiempo suficiente para que los astros se alinearan y cambiaran el rumbo de las cosas. Como un pitbull de presa, la fatalidad se precipitó sobre su cuello y ya no le soltó.

Una doncella de habitación había entrado para ordenar las sábanas, abrir la ventana y quitar el polvo. Ella pensó que la habitación estaba vacía y se relajó en los gestos. Tenía mucho trabajo con la limpieza y lo hacía con destreza y alegría, eso le ayudaba a pasar los días y sentirse feliz y realizada. En cierta manera era el alma purificadora del lugar, la que daba alegría a las gregarias alcobas de los hoteles. Al levantar el brazo para abrir la ventana su vestido se elevó tres centímetros y medio, apoyó el muslo sobre las orejeras de un sofá de cuero, dejó ir un movimiento sensual de la danza taraxinha y para completar las coincidencias fatídicas, enseñó un poquito las corvas…
Fue la desgracia devenida por la suma de pequeñas contingencias en el día a día. Los placeres naturales destilados en los ojos fermentaron y los espontáneos y diminutos requiebros del tiempo se ofuscaron al instante; todo se confundió en aquella sala de fatalidades. Un brillo involuntario entró por la retina de ambos, quizá un neutrino sediento de notoriedad que desencadenó un tsunami en las respectivas mentes. De esa circunstancia equívoca nació el error que destruyó la vida del rey de las cumbres y dibujó el rostro pulido de la humillación femenina.

Así pasó: justo cuando ella estaba en aquel soplo reconciliado con el trabajo, él salió del baño y contempló la escena con asombro, recordó con gran emoción el relato de Robert Coover, y la serie de TV. los Tudor; esto fue su perdición. El era un poderoso y tenia que ordenar el mundo; la quiso disciplinar y enseñarle como correr la cortina sin hacer una danza Zouk. Fue su segundo error; se olvidó que llevaba el vergajo en la mano. Ella lo vio aumentado por la aparición súbita y lo sintió en sus carnes como un puñal penetrante. Como no podía ser de otra manera se asustó y en la carrera perdió el caballo y los estribos. Entonces empezó a saltar por encima de la cama, a corretear por el baño y escabullirse por la mesita de noche, etc. etc. En el zigzaguear seguía la danza iniciada en la cortina con ciertas variaciones Zouk machine.
Fue otro error; podía haberse plantado serena, mirarle a la cara con franqueza y decirle…

—Perdón…, pensé que ya se había marchado…—
Pero no lo hizo; su instinto atávico la dominó y gestionó mal unos instantes, empezó a correr y con ello contribuyó a despertar el acecho del depredador que tenía delante.
Los errores se fueron sumando, seguramente porque estaba escrito sobre las cimbras del cielo que así tenía que pasar. Por ejemplo, él podía haber dicho…
—Perdón, pensé que estaba solo y…—
Otro instinto ancestral se despertó en él: intuyó que si alguien corre es que es culpable y reclama un felino perseguidor. Fue pues un arranque involuntario, guiado por un impulso gravado con el tiempo en el paraninfo de su mente. Él era el rey de las cumbres y estaba destinado a poner orden, lo que hizo fue perseguirla con entusiasmo pedagógico y se olvidó que estaba desnudo. Con el vergajo en las manos, corriendo de puntillas y un poco encorvado la perseguía con pasitos rápidos y cortos. No se sabe si para tapar las vergüenzas o para apuntar mejor, el caso es que la perseguía con los empujes bien cogidos con ambas manos. No me canso de repetir la palabra y dibujar la imagen para ahuyentar las posibles lanzas que me van a arrojar por tibio y cómplice del suceso. La perseguía con sus atributos bien cazados y la increpaba con voz macerada… ¿queda clara su culpabilidad y mi posición sobre el caso?
—No ves esta arruga mal planchada, ¿aún no has quitado el polvo de la bombilla? ¿qué hace este pelo en el espejo? ¡ la cortina... no ves que la luz del sol es demasiado fuerte...!—
Fue creciendo la suma de confusiones y macerándose rápidamente el gran error que lo llevaría a los tribunales como a un pervertido sin control alguno.
Aquel hombre acostumbrado al mando no podía tolerar que su correctivo no llegara a su destino y aquel corretear por la sala y los efectos de la ducha con sales especiales le despertó de súbito el gran masturbador que llevaba larvado. Se subió a la cama se acordó de los consejos de Marcial y con ánimo de terminar en paz todo el asunto, tiró la cabeza hacia atrás, movió la cintura hacia adelante y le dio unos meneos… (manus turbare, que apostilló el hispano). Para colmo de la fatalidad el semen cayó sobre la alfombra y se mezcló con la saliva que ella arrojó encima con ánimo de despreciarlo y limpiarse la dignidad.
Quizá fue un exceso de agua fría, quizá se pasó con los gránulos de ola de cristal, posiblemente ella no hizo bien el gesto para abrir las cortinas y no conocía el relato de la doncella de Coover y menos aún compartía el desparpajo de Anna Bolena, el caso es que se asustó y salió de la habitación gritando y pidiendo auxilio. Otro error en la ya larga suma de fracturas del tiempo y en la aceleración imparable en la caída.
—¡Socorro que me violan!—
Gritó aterrorizada...
Fue la palabra fatídica y él también se asustó, se hizo cargo de la situación al instante y quiso poner un océano azul de por medio. Cogió la maleta y se marchó del hotel precipitadamente, fue su último error. Sentado ya en la zona business lo detuvo la policía, lo esposó y lo pasearon por todas las pantallas del mundo. Fue un escándalo universal provocado por una ducha fría y una retahíla interminable de errores, de destellos mentales y juicios atávicos.
Uno de ellos, quizá todos, se inició tiempo atrás; el jefe del cuerpo de seguridad había tenido un contratiempo en su viaje a París, le habían hecho sentirse un insignificante granjero de pollos y patatas de Idaho y tomó el caso con especial interés justiciero. Pensó para sus adentros mientras ponía las esposas y clamaba con cierta ironía a todas los medios de difusión.
—¡Mirad amigos, mirad que pececito de colores he atrapado hoy…¡ —
Los informadores se restregaron las manos, la noticia era un filón de oro en tinta impresa y tenia tanta salsa como el caso Lewinsky… alguien de la segunda fila dijo a la pantalla…
—¡Este es el instante en que los dioses se derrumban!—
Él se vio perdido, su instinto se abismó en la derrota, sus ojos se hicieron diminutos y su cuerpo quedó flácido y sin control. No pudo hacer nada y en un solo día su rostro de triunfador, de estrella en la cúpula del mundo, se convirtió en el de un delincuente de fechorías menores. Derrotado se encogió, se hundió hacia dentro succionado por su propia gravedad, los ojos se apagaron, la piel se hizo mortecina, la barba creció repentinamente y, en muy pocas horas, sus ropas perdieron el lustre y el porte.
¡Fue el fin; nunca por él esperado!
¡Alto... alto! En política nada se sabe y todo puede empezar de nuevo...

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