miércoles, 8 de junio de 2011

Incesto


Aliento de piedra. De la serie: Susurros en un agujero. Acción: Montse... 2011
Incesto
Se encontraba totalmente abatido: sentado sobre una piedra angular y mesándose las sienes con los puños, ya enloquecido, se hundía en la angustia y la desesperación. Pensó en su familia con ternura: todos juntos fueron felices en aquella casa que centraba el paraíso. Su pensamiento se fortaleció por un instante; ¡fue sólo un instante! Ahora era una realidad mítica que le ahogaba en la melancolía. Recordó a sus amigos y añoró las fiestas jubilosas. Eran cantos en la noche que él animaba con las armonías que salían de sus dedos; ¡era un virtuoso! Se miró las manos, se cubrió el rostro con ellas y murmuró entre lágrimas...
—¡Estoy perdido!—
Reflexionó, meditó, escarbó entre los pormenores de lo sucedido y todos le llevaron al mismo lugar, a la misma conclusión; su destino estaba grabado en un código invisible, incrustado en su mente como un garfio, allí oculto, a la espera, probablemente vigilante desde tiempos remotos. Lo sucedido había crecido lentamente como un tumor maligno, pero se reveló dentro de él en un instante. Su vecina fue el catalizador, la enzima fatídica y la llave reveladora del secreto. Fue la onda que activó el nervio intangible, el que esperaba una cita trazada en el oculto mapa del tiempo.
Desde su dormitorio podía espiar cada día como su desventura le envolvía con el perfume genital de ella. Desde un pequeño seto podía sentir la textura, la luz y el color del deseo con la fuerza de un contacto apasionado. Con unos prismáticos la observaba y tenía referencia directa de cada detalle de su cuerpo. Sus ropas eran translúcidas, doradas como las luces del alba y su piel resplandecía mucho más con la distancia. Estaba casada, tenía hijos, era mayor que él pero su cuerpo le seducía hasta la obsesión.
¡No podía dormir y vivía en el insomnio permanente...!
Ella no era ajena al hecho de ser observada, pero entre sus miradas furtivas y el reflejo engañoso del mundo se tejían realidades diferentes. Sus ojos eran curiosos y jugaban con el ovillo de las vanidades, con la piedra que respira, el caso es que no supo ver el devenir. Él no quiso prevenirla del furor de sus instintos y menos aún esquivar la llamada.
En la mirada de él, en su mente enloquecida, se forjaban los sueños de pasados remotos y en ellos aparecía una realidad turgente, sensual y llena del poder procreador, era el mismo mensaje que en su día cubrió la manada. Su imagen le dibujaba el mapa de los placeres intuidos, el impulso creador del inicio de los tiempos, el pálpito viral que dio paso al origen de las especies y el final de las soledades.
Una llamada milenaria comprimía su instinto y le causaba pesares insoportables. Tenía que romper la membrana y unir las dos partes del ser primigenio, aquellas que se debatían en silencio y forcejeaban sin cesar. Era una quimera que se libraba en su interior y crecía lentamente oscureciendo todo.
Un día el incesto le golpeó justo en la puerta genital del cielo y enloqueció con la furia de un animal en celo y herido.
—¿Por qué no, si este veneno trastorna mi mente ?—
Todos los caminos eran terminales menos aquel que, como el de Ariadna, tenía en las manos el ovillo de la puerta oscura, el aleteo vírico de una idea y presentaba una salida jubilosa, un final acoplado en su destino. Era un mandato diseñado en la memoria genética, una dominante depositada allí por un antepasado remoto, la bestia eterna que hizo lo mismo que se venía haciendo durante millones de años.
Aquel monstruo hibernado en su mente despertó de súbito, se avivó en sus manos y le desbordó la razón. Quizá fue la semilla de los primeros homínidos que se excitó repentina y él no pudo hacer nada… La tomó como un raptor, sin pedir permiso y al instante, los campos y sus manos se llenaron de color púrpura y sus ojos se hundieron en los manglares oscuros de la mente.
—¡Fue un instante!—
Su instinto despertó en forma de monstruo y su cuerpo enfureció sin control. No pudo, no quiso, no supo parar y se abismó en sus ardores hasta perder los últimos estribos de la razón. Lo apostó todo en una danza mortal y allí feneció para siempre el joven de gestos amables, el pianista desdichado que amaba a Schubert y como él llegó a decir…
A veces el destino suele cumplirse en pocos segundos
Cuando despertó ya era el señor de las tinieblas y su trono era el mismo que ahora le ayudaba a recordar la puerta de salida, la que él tomó para entrar en los corredores originales de la vida, el abismo que se precipita en el tiempo y nos une con el aliento de las piedras…

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