viernes, 25 de abril de 2014

La peña del fraile. Bardenas reales 2014



El fraile.
Hacía calor pero era soportable, la brisa ayudaba a sentir el refrescante placer de un día memorable. Justo delante de mi se mostraba una roca imponente encaramada en lo más alto de una montaña de arcilla. En un letrero visible se indicaba: “Roca del fraile”
Sin pensarlo cogí la cámara y empecé a caminar monte arriba, la luz era tan diáfana que parecía que todo estaba cercano. Las indicaciones señalaban el mejor trayecto pero para economizar pasos tomé un atajo ya que la roca era visible, casi alcanzable con la mano.
Como todo parecía tan “asequible” no pensé en llevar agua ni calzar botas adecuadas; llevaba los zapatos de paseo y así empecé a trepar por aquella ladera sembrada de tomillos romeros y esparto. Subía y subía y aquella roca solemne parecía estar siempre en el mismo lugar; ¡era un páramo embrujado! En uno de los requiebros que me encontré, unas barrancas me hicieron dar un rodeo, un corte súbito en el suelo se impuso ante mi y me hizo dudar si aquella ruta había sido la mejor opción. Tuve que trepar agarrándome a los salientes de arcilla, a los matojos y pequeñas rocas. Así anduve hasta que los zapatos no aguantaron; al doblarse la suela con un tropiezo se descosió por una de la junturas dejando libre el pie en aquel pedregal. Desde aquel momento las piedritas entraron por la rotura y hacían del caminar una autentica tortura. En aquel momento se reveló en mi el auténtico espíritu de aquellos despeñaderos, pero yo tenía el firme propósito de llegar hasta la cumbre, averiguar donde se encontraba el origen del nombre; donde descansaba “el fraile”.



Cuando el repecho más duro estuvo superado vi las señales para los senderistas y me hice prudente. No estaban muy claras pero me dispuse a tomar los pasos trazados. Después de media hora de caminar cuesta arriba me di cuenta de que me había perdido; de manera súbita las señales desaparecieron, la pendiente se hizo más dura y solo quedaba el recurso de seguir el rastro de las cabras. Entonces el aire se paralizó en aquel instante y los cortes en la tierra de las Bardenas reales se hicieron impresionantes, desolados y temerosos. Los montes lejanos se mostraban descarnados, deshuesados, abiertos y heridos; estaba claro, aquella tierra había que conocerla para sobrevivir en ella. Durante años la había rodeado en moto, en coche y hasta me había adentrado a pié en el campo de tiro. Fue cuando visitaba la finca de mi cuñado Luís en Pinsoro, pero no me había expuesto a sus rigores sin medio alguno.
El agua era la que había creado aquellos paisajes de sueño, con su lento trabajo había creado un vacío de más de 40.000 hectáreas, una depresión de vértigo que hoy presenta uno de los lugares más poderosos de Europa. Lo más interesante de su orografía descansa en las manos del escultor; ¡el agua y el tiempo! Su morfología es un ejemplo excepcional de lo que he venido denominando como “realidad estética”. Aquí el lenguaje de la naturaleza se convierte en un referente fiel de la personalidad de la tierra y se expresa con determinación de manera clara. Cualquier pequeño detalle es un referente directo, claro y esencial de la totalidad del paisaje. El agua y el viento han sido los agentes que con el paso del tiempo han modelado todo el territorio. Grano a grano han transportado millones de toneladas de tierra, las han llevado hasta el río y después las han depositado en las ricas llanuras del delta del Ebro.



Pero todo esto eran juegos en mi pensamiento, ahora yo estaba allí encaramado en aquellos riscos, sumergido en una travesía especial y equipado con una pequeña cámara fotográfica; sólo me acompañaba el deseo de encontrar alguna cosa que mitigara mi soledad. Sabía que nadie me lo había pedido ni nadie me lo iba a agradecer. Solo yo ante el discurso de la tierra, rodeado por aquel amplio vacío; la ausencia de lo concreto. La vitalidad y el abandono habían dejado preclara la acción del creador, “el tiempo”. Solo ante aquella obra, en aquellos montes que recordaban tumbas selladas y eternas, me sentía parte integrada del mundo. Me encontraba uncido con mis quimeras, emocionado por su poder y desamparado en mi pequeñez. Contento de haber escogido aquel lugar para aprender y a también percibir el dolor del paisaje.
En aquellas laderas no había ni una gota de agua, el verde no aparecía por ninguna parte; ¡todo estaba desolado y reseco. Entonces sentí una sed atávica, la que propone el sol en todos los desiertos, la que emana de los preludios de la muerte. Los labios se secaron, los ojos entornados por la fuerte luz empezaron a agrietarse y la garganta se negó a crear saliva. Un ligero temblor en la frente me dibujó un paisaje interior oscuro y temeroso. Me sentí débil, desconcertado y con un ligero dolor en el pecho. Entonces me acordé que tenía 66 años y que hacía unos cuantos había sufrido un infarto y seis anginas de pecho…
Para considerar la situación y decidir que tenía que hacer me tumbé sobre una roca plana de buenas proporciones; en un segundo olvidé que mi objetivo era llegar hasta la roca del fraile. Me quité la camisa y me cubrí la cara con ella; ¡necesitaba sombra! Sin ánimo de reconducir la situación me dejé ir hasta dormirme profundamente; ¡fueron unos segundos! Pensé que si aquel era el final sería fácil que me encontraran…; la camisa era azul como los tonos del cielo; llamaría la atención y ahuyentaría a buitres y cuervos…
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