sábado, 11 de junio de 2016

Tarragona: la piel de la ciudad

Tarragona: la piel de la ciudad. A Ramón Egoscozabal

Losa 1, 90x120 cm. Acrílico y polvo de mármol. 2015.  
Introducción

Las ciudades exponen sus llagas como recuerdos vividos, exhiben sus laceraciones como medallas, muestran las manchas de sangre como inútil recordatorio, presentan los rincones con sales úricas como abandono y revelan los rasguños del tiempo como los versos de la muerte. Si te acercas a sus muros verás como todo eso habla con voces sinuosas y violentas. Sus manchas describen paisajes asombrados, rostros entumecidos, espacios silentes y lagos fascinados. Entre sus reverberos vemos como las piedras explican el pasado y el presente y en el lienzo de su piel se describe el tiempo de manera clara. Él ha dejado señales precisas, signos sobrepuestos, marcas furtivas, nombres de amantes, tensiones políticas, respuestas estéticas, soluciones urbanísticas y decisiones frustradas. Todos son relatos asombrados, mudos, expectantes y dolidos que nos dicen mucho más que lo que se explica en la historia oficial.
Animados por estas certezas, por las lecturas intuidas y los deseos de absorber el aliento del tiempo, el fotógrafo, el pintor, el poeta, se dejan llevar por sus subterfugios, sus seducciones y melancolías y conectan con el pasado. Observan que lo más bello de la ciudad suele ser lo más simple y que la mancha fortuita, la pared enmohecida, la pintura sinuosa y desgarrada, describe mucho mejor el dolor de los habitantes y decide presentarlo de manera sublime y emocionada.
El arte y la expresión de la materia llevan miles de años generando renovados alegatos, historias interminables propuestas motivadas por lo fortuito y los artistas han tomado estas sugerencias y se las han hecho suyas desde tiempos remotos. Actúan como amantes permanentes, enlazados en sus aportaciones y dependencias: la textura, la mancha, el relieve, han sido el punto inicial para las pinturas de Lascaux, Font-de-Gaume, Gruta de Pech Merle, Altamira, Cogull…
El artista-chaman toma las sugerencias del mundo y termina lo esbozado: entonces la grieta, el volumen, la sombra y la mácula dialogan con su boca. Habla de lo que induce la roca y de allí hace derivar su obra como continuación de lo que explica la naturaleza. La acción es para hacer convivir lo sugerido con sus avatares personales y para ello se sumerge en una interacción asombrosa, demiúrgica y reveladora. El muro es el lienzo natural y el lugar donde la materia se transmuta, se anima y se deviene en símbolo, en recuerdo, en valor moral y en historia. Con la acción del artista-chamán, la materia se carga de emociones para dejarlas ir permanentemente y presentarnos así la “naturaleza profunda de lo real”. La materia se convierte en lenguaje, en significado y en utilidades morales, religiosas, políticas, sociales y estéticas. Su cometido es primordial y lo hace para alcanzar cotas expresivas que han definido siempre la realidad de la cultura y han dejado un escenario saturado de propuestas muy difíciles de contestar y superar.



Anfiteatro, 90x120 cm. Acrílico, lacas, tintas y polvo de mármol sobre tela. 2015.

Expresión y materia
Como estilo y lenguaje específico, el arte matérico toma la fuerza del animismo y del expresionismo y su difusión fue en su momento universal. En occidente tuvo mucho más tarde una “línea filogenética” variada, poderosa en sus aportaciones y rica en sus contenidos. Sus valores oscuros, dramáticos, escatológicos y otoñales viene de lejos pero toma forma clara en el Greco, Goya, M. Grüenwald, Willem de Kooning, Chaim Soutine, Oskar Kokoschka y una considerable lista de autores que introdujeron la expresión de la tiniebla, el valor del otoño, el misterio de lo oscuro y el hedor de la muerte en el tratamiento de la forma y en el valor intrínseco de la materia. Fueron muchos más los artistas y estilos que practicaron el camino de “la realidad como arte” o mejor aún,  la “estética de la realidad”. Lo hicieron para aumentar en la percepción del espectador el impacto subjetivo de la obra y para dejar los elementos narrativos, las descripciones formales y las obviedades innecesarias en un lugar secundario.
 Al final de los años 40 el informalismo y el Art brut dejó muestras excelentes de las aportaciones que la materia prestaba al arte. Hay que destacar de aquellas investigaciones las obras de Jean Fautrier, Dubuffet, Millares, Fontana, Tapies y muchos otros que aportaron al territorio del arte una nueva mirada: la materia podía ser el elemento expresivo que justificaba la obra y todo ornamento innecesario podía ser suprimido. La noción de “arte matérico” (“La realidad como arte”, Antoni Tapies, 1989), se impuso como lenguaje y la aportación del concepto derivó en muchos otros campos expresivos. La mirada panteísta del azar acercó el arte oriental con el sentir estético de occidente y el valor de las texturas, la cualidad de las tierras, el color del material y el capricho de las formas naturales derivó en una mirada nueva. A partir de entonces las arenas, gruesos de pintura, colores naturales, paja, hierba y los objetos más insólitos formaron parte de las obras. Con estos procedimientos, recursos y libertades, se creó una “epidemia creativa” de proporciones desmesuradas, tanto que es difícil no encontrar rastros, dependencias y contribuciones en las obras de los artistas de aquella época. Todo fue rodado hasta que en los setentas los artistas salieron del estudio para contemplar otra vez la materialidad del paisaje y trabajaron directamente sobre él valorando todo lo que veían: el agua, el viento, la luz, las piedras, la tierra y el fuego. Algunos de ellos llevaron sus experiencias a la galería: Richard Long sus círculos de piedras, Walter de Maria llenó una sala de tierra y la dejó cubierta y abierta permanentemente, Robert Smithson se centró en los megaproyectos, Chisto Kabachef empaquetaba fragmentos del paisaje y aportaba la documentación como obra y Jemes Turrell, hacía que la luz se materializara como una neblina misteriosa que satura el espacio. En las obras Turrell se pierden los referentes y se borran las sensaciones que anuncian los límites: todo aparece como un limbo auto-contenido que se expande al infinito.
Con el valor de la materia se han ensayado todos los caminos de la “representación”, todos hasta llegar a la “presentación”: ella en solitario sin otro mensaje que el que aporta su aliento y pongo como ejemplo la piedra de la “Capilla turcana”. Así llegó a independizarse de cualquier sumisión narrativa y bastó su pura presencia como “aparato existencial”, como aportación moral, comunicado estético y valor artístico. Al  llegar los años 80 la materia hablaba sola, sin tocar ni una coma y sin la necesidad de ninguna intervención, ella lo era todo en la obra. En esta línea se encuentran piezas de Joseph Kosuth, Richard Serra, Walter de María... Más tarde se incorporó en un arranque de expresionismo sucio, de arrebato creativo; las colillas, papeles, restos de paella, de basura y todo aquello que estaba al alcance de la mano en los cuadros de Miquel Barceló. En este nuevo renacer de la materia se encuentra Julián Schnabel, con los platos rotos, Mario Merz con los cristales, mármoles, maderas y hierros y Gilberto Zorio que con su manera de reutilizar los objetos viejos hace de un rastro el museo ideal para el maestro del arte “povera”.


Recordando Pompeia, 90x90 cm. Acrílico sobre tela. 2015.


Miradas y resistencias
Hago recuerdo de lo anunciado para centrarme unos segundos en la obra de Ramón Egozcozabal y para constatar que la materia siempre será el soporte de toda expresión, la matriz de todas las ideas. Este ha sido el motivo para animarme a escribir el texto y dejar escrita una reflexión que siempre me ha cautivado.
Con la materia y sus infinitas variables, cada persona puede contemplarse en sus cualidades y sentirse parte de ella, de echo, somos materia que se interpela. El "buscador" puede recrear sus tratamientos, proyectar nuevas miradas y extraer energías propias que despierten la razón de existir. El trabajo creativo, la manipulación de materiales, los colores y las formas, generan actitudes de resistencia que dan sentido a lo que vemos y hacemos: en la interpelación nos hacemos. También con él se forjan valores que refuerzan nuestras flaquezas y se reagrupan en la obra los contenidos dispersos. Con la acción de pensar con las manos puestas sobre el trabajo y rehacer los conceptos ya pensados, se justifican y afianzan los caminos conceptuales y se construye la mirada personal tenga el recorrido que tenga.
Ramón es arquitecto, ha trabajado los materiales como elementos estructurales, como forma de resolver espacios y como recubrimientos funcionales y estéticos. Desde hace años ha hecho servir la plástica como un refugio para sus inquietudes, ha ensayado todos los caminos estéticos posibles y en la pintura ha encontrado el espacio para depositar sus incertidumbres.
Sus pinturas son de pequeño formato y presentan trazos ágiles, amables y familiares. Trabaja la acuarela, el dibujo con rotring o rotulador de punta fina, la mancha como campos de luz difusa y la línea como definición de límites que conviven en su lugar. Siempre se puede apreciar en los temas que trata la presencia de lo concreto: suelen ser paisajes urbanos, detalles de una fachada, estados ruinosos, bosques solitarios y campos nevados. Hace años que ensayó la pintura abstracta, lo hizo con acrílico y dejó muestras de gran sobriedad y contención al dejar que los límites, el contraste entre las manchas de color, los difuminados de tono y la contención de la luz fueran ordenados y armónicos. Ahora hace una incursión en la pintura matérica: para él, un añorado reencuentro de anteriores trabajos.
Con la pintura, Ramón no pretende hacer historia, sólo desea hacerse así mismo, crecer como persona, sentirse útil, cultivar las manos, hacer que sus ideas crezcan sobre el papel o la tela y verse reflejado en su camino. Con este honrado gesto deja sus testimonio para que cada cual saque sus propias conclusiones: el resto, inclusive este texto, son circunstancias atenuantes que le acompañan.


Cicatrices. 80x110 cm. Acrílico sobre tela. 2015.


La piedra y la carne
Últimamente Ramón ha tratado el tema de la piedra, la pátina encarnada en la ciudad de Tarragona, su uso en la arquitectura, el valor de sus ornamentos y el vaho que el tiempo deja sobre ella; todo para fijar la mirada sobre la ciudad donde ha vivido muchos años. En ese contexto conceptual ha pensado que la opinión de un escultor podía ser útil a los demás: me lo comunicó y aquí dejo mis observaciones por si son de interés.
Pienso que actualmente no necesitamos un espíritu teosófico para transcender la materia; la podemos animar conceptualmente y delegar en ella los valores estéticos y espirituales que necesitamos. Si así lo deseamos, la materia habla por nuestra boca y la podemos doblegar para que represente los simulacros de nuestro mundo ya que la piedra y la carne están hechas de las mismas ecuaciones celestes.
Las obras también son tamujas que trae el viento y nos recuerdan que somos tierra: arena de playa que toma el pintor y transforma entre la luz y la sombra. La expresión es tinta que se desprende y gotea, que se lava con el batear de las olas, que se cuaja con los líquenes secos. Hongos  muertos, heridos que renacen una y otra vez con la voz del tiempo. La arena habla sola, la mueve el agua, la agita el viento y se cincela con las pisadas del paseante, con el rastro de una lombriz o el paso de una gaviota. También se explica tal cual es y nos emociona, ella es más que suficiente para alterar nuestros sentidos y sin manipular su carácter, sin modificar su voz, se puede sentir su parpadeo como la “sutil palabra que excitó el primer acto de la creación”.
Mantener su personalidad, conservar su poder y potenciar sus cualidades es hacer de la materia una semilla que crece en el pensamiento. Ella puede formar una idea nueva con un fragmento de la realidad. Si así lo deseamos y si nuestra mente está preparada, la obra puede ser una piedra que mira por la ventana. La materia canta a capela con nosotros y las piedras también lo hacen con el tiempo:
¡Tarragona tiene el alma de piedra!
Podemos abrir su boca con un martillo y poner dentro una idea, una palabra que destile todos los deseos inconfesados y todos los sutiles requiebros del lenguaje. Podemos escuchar su voz oracular y atenderla como razón fundamental, como expresión de la única realidad tangible.
La materia nos recuerda de qué estamos hechos y al hacerlo nos hace partícipes de una idea misteriosa, sorprendente y divina: somos barro tierno que se alienta. También podemos entrar en su interior con las armas del pensamiento y ocupar sus espacios vacíos, observar sus vestíbulos solemnes, sus salones majestuosos y quizá a través de la teoría insensata de Feynman, actuar en ellos y sentirnos como en casa ya que, en realidad, esos espacios forman nuestro verdadero hogar. Podemos hacer una marcha mental al interior de la materia, a los recodos fibrosos de los huesos, a las simetrías de la moléculas, al juego de las partículas y hacerlo como el que transita una arquitectura fantástica más allá de los sueños.
En el encuentro con los secretos de la materia podemos quedar asombrados ya que es un viaje saturado de preguntas, de deliberaciones obligadas y en el billete va implícita la cuestión de quienes somos. Un ejercicio para vernos por dentro y a su vez sentir el radiante rostro del Hacedor. Un recorrido inducido por el deseo de conocer y querer entender los imponderables de la creación. ¡toda la creación! Un viaje hacia la cara oculta de la materia, a sus sinuosos misterios, a sus apacibles reservas. Una marcha para encontrarnos ante la inspiración natural, ante la innata curiosidad de los seres vivos. Allí nos espera una estancia calmada y reconciliada, un manjar que aumenta el apetito y que ayuda a entender las nuevas realidades. Con la palabra en la boca, el martillo o el pincel en la mano, hay que partir la piedra que fue sitial, columna, ornamento o tumba. Hay que abrir el camino para adentrarse en sus desconocidos versos, para descubrir sus espacios inéditos, para pensar otras verdades que aquellas que anuncia la historia y dejar subyacer en sus lienzos las miradas presentes. Esconder en su piel los secretos y las certidumbres, olvidar los enigmas no resueltos, ocultar las dudas entre papeles de ensayo, las manchas de color, las tinturas de sangre seca, las aguas ponzoñosas y también "los restos de cal viva".


Recordando Ponpeia II, 90x130 cm. Acrílico sobre tela. 2015.


Trabajo y lucha
La queja del creador nace del dolor interior y se expande por el cuerpo como una llama, se diluye entre la carne y se fermenta en la realidad mental hasta hacerse sonido aterrador. El grito queda en la obra y en ocasiones germina del coraje, de la bravura de los instintos. En algunos trabajos no hay nada, son intentos fallidos, hijos muertos, pañuelos lagrimados con cobardía. En otros es mujo que respira pasado, que destila la expresión de la derrota y el tiempo lo hace putrefacto. En la mayoría de las veces es la incertidumbre que se hace llaga y muestra la terrible necesidad del creador:
-¡Hay que seguir aullando!-
Los aullidos nacen con el crujir de las piedras, el aislamiento del creador, los silencios de la sociedad, el abandono de las instituciones, la desidia de los políticos, ¡la incertidumbre permanente…! Todo eso enlaza nuestro dolor con el corazón del mundo y con ello se fermenta la conciencia y la obra que más tarde definirá nuestra soledad.
Las piedras de la ciudad nos van a aplastar sin demora, ya tiemblan amenazantes y las tenemos que alimentar cada día con juegos de artificio. Las que están calladas son benéficas, solemnes y equidistantes: los líquenes que sostienen su piel son nutricios y con ellos se hacen pensamientos sólidos. Sus aristas nos dicen que son momentos difíciles para todos y la ciudad permanece en silencio. Está sumergida en la algarabía, los arrebatos, las imposturas y los señuelos: sus oráculos están callados y bostezan por desidia. Salvando algunas excepciones, el arte se ha hecho mudo, interesado, servil, mezquino, simplón y sólo habla, cuando habla, con los ojos del mercado o las complicidades ruinosas de los colegas. No obstante todo puede ser restaurado, reconstruido y macerado con ideas que nacerán limpias algún día. Cuando el apetito de saber se haga necesario, cuando las imposturas no tengan gravedad y la fuerza de vivir se haga imprescindible, entonces miraremos el tiempo impreso en los muros, escucharemos las canciones de siglos, descartaremos las mentiras y tomaremos el aliento germinal que hay en ellos. Entre esas piedras milenarias, sufridas y llagadas, brotarán las ideas marchitas y las nuevas obras se harán visibles con un gemido blanco, esplendoroso y genésico. Entonces caerán las murallas del sueño como cayeron las de Jerusalén celeste: ¡nada es eterno! Entonces las expresiones saldrán serenas y poderosas de los impactos de un martillo molar y con sus caninos de acero se harán los surcos sobre el cobre, la roca y el asfalto. Con sus dentelladas se grabaran palabras claras, se coserán las heridas y se cantarán canciones para jóvenes que desean aprender, trabajar y dejar su palabra escrita. De esa enérgica singladura no aflorarán fuegos fatuos, no nacerán llamaradas que simulan los combates y excitan los gemidos hasta dejarlos en hueso candente; saldrán manos fuertes que modelarán la roca y baldearán los colores con amor y fantasía. De las limaduras de estos tiempos se harán cenizas para ornamentos y de las esquirlas, del material primigenio, nacerá el mundo que podamos ver ¡ya renacido! Seguramente será una réplica del que vimos ayer al despertar el alba: rescoldos que hoy no podemos entender por ser tan cercano y abominado.



El cambio en la materia

En la naturaleza, en la materia, en el brotar de los días el cambio de estado es ley, el movimiento es obligado y sus acciones son necesarias para el imprescindible equilibrio del mundo. Se da en el expresivo légamo del río, en el blanco helado de las altas montañas, entre las dunas y simas marinas y en los lodos resecos, los cuales, en ocasiones se hace emoción y fantasía en la obra. La materia experimenta variaciones y procesos naturales de gran belleza estética. En el fondo de los lagos es lodo escrito, fango que se hace memoria, se activa con los siglos y no puede evadirse de la vibración del mundo. Su piel es membrana que se excita con leyes universales, leyes que la modelan hasta hacer de ella una obra maestra: la naturaleza y todos los requiebros de la vida son asombrosos y nos sorprenden.
El cambio es consustancial a todos los sistemas vivos, es su resonancia implícita y no puede ser ajena al renacer de cada segundo, por ello las variaciones en la materia son una constante permanente. El cambio se encuentra en las lágrimas de la mañana, en el vuelo de los pájaros, en los suspiros del aire y en la brutalidad de un tsunami cuando arrasa todo a su paso. Con las variaciones se fortalece todo y lo hace para seguir los trasiegos de la materia y los seductores envites de la energía. Como un acto divino, misterioso y sorprendente, se activa su aliento entre los brotes de almendro, en el crecimiento de las esporas, en la hojarasca seca y en aleteo de la hojas verdes. Las variables se ven unidas a la materia orgánica, en los hedores de la muerte y en los procesos en descomposición. La materia se expresa siempre y el arte puede tomar buen ejemplo de sus oscuros valores. Su acción se encuentra entre los rayos del crepúsculo, en los estados luminosos y su palabra resuena en los minerales preciosos y los abismos negros. Siempre resplandece al amanecer y zumba entre los légamos descompuestos de la tarde, lugar donde la muerte es semillero de ensueño.
La obra que comento se alimenta de estos estados descompuestos y descansa y se inspira en los manglares del tiempo. Se confía en los lodos que se fermentan como aguadillo primordial para la vida. De sus fétidas oscuridades nacen nenúfares asombrosos y de allí brotan las bacterias e insectos que todo lo disponen para seguir los azarosos procesos del pensamiento. Desde esta posición metafórica se contemplan los barros como el mayor espectáculo del mundo y también se constata que el cambio es su estado permanente. La vibración del mundo es la luz que allí se apaga, rumor que el sol deja en libertad y nos asombra cada día al contemplar como el acto de la creación se hace dolor e incertidumbre permanente.

Provincia Hispaniae Citerior. 30x30 cm. Acrílico, lacas y polvo de mármol sobre tela. 2015.



El hacedor se hace
Se deduce que el mundo es una paradoja inexplicable, igual que lo es el hecho de la existencia humana. Nuestro cuerpo está formado por la misma materia y energía que lo están las rocas; ¡la substancia vacía nos ocupa! Así pues, las ideas que formula el alma humana es como el lamento de las piedras; ellas también anhelan la eternidad y nos interpelan. En su memoria duerme la queja permanente, está ahí para preguntarnos y se halla retenida y lacerada para enseñarnos. Cerrada o eternamente abierta nos asombra, como lo hace la urna del universo y el hueco permanente de nuestra tumba. Las piedras de la ciudad son fragmentos de montaña y nos hablan una lengua milenaria que entendemos al pasar: ¡su código es misterioso!
El espíritu de la obra es aquello que aletea en el pensamiento y se estremece entre los pliegues del cuerpo cuando conectamos con su naturaleza profunda. Todo se activa mientras sentimos esa emoción, ese mensaje contenido y motivado por una mancha oscura. Es un signo impreciso en sorprendente equilibrio. La señal puede estar contenida en una roca que se ha ganado el lugar, un grafiti que escarba en la memoria o el borde de una idea simulada con una orla sinuosa. Puede ser un substancia inscrita en un reguero de tinta, un halo que se desprende libremente y se disuelve en un cambio de color reseco. Un gesto que se contrae entre  partículas y se hace documento escrito;. Hay que pensar que en el muro de la urbe el arte es la ceniza de todos los tiempos.
Todo eso también se puede presentar en una superficie pintada, despintada y vuelta a pintar; así tantas veces como sean necesarias hasta que el tiempo nos diga cuando se da por concluida la voz de la ciudad que hemos sentido. Las telas se amontonan, las ideas crecen y la angustia se mitiga en un instante de gozo.
El ser se contempla en la montaña y constata su aislamiento, entonces abre un hueco en la pintura para acogerse en sus resonancias materiales. Las obras son el refugio natural del autor, ¡los rincones del consuelo! Entonces el creador de destierros descansa la frente sobre la tela y nota su desvarío, su incertidumbre y soledad. Este es el lugar de encuentro, donde nota su fuerza alejada ya del momento de la realización y de esta manera todo el raudal de dudas pasa directamente a nosotros. La obra interpela o quizá protege como un muro que nos enseña a envejecer. Posiblemente nos desampara como un castillo herido, derribado y nos deja perdidos en la indiferencia. En ocasiones puede ser una mirada alentadora, un espejo que ayuda a entender la perversidad de todo, o el sumario de un mundo que se presenta desnudo. Entonces es el testamento ambiguo de la nada, la herida que sangra la falsedad de las apariencias.


Grapa de sillares. 30x30 cm. Acrílico, lacas y polvo de mármol, sobre tela 2015.

Materia y poesía.
La materia hace la obra y construye el pensamiento: no existe nada más venerable, luminoso, conmovedor y expectante que la danza de los electrones uncidos al núcleo. En su eterno y efímero ritual hacen giros pareados, avenidos o enlazados para formar un átomo. A escala diminuta el universo entero se repliega y se muestra radiante en ese espacio diminuto y de manera implícita nos marca el camino de la creación. Todo el principio sosegado del universo es su obra y a todo lo que nos rodea le impone su ritmo. Es un chito de giros sensuales, una cópula incansable de formación ilimitada, un requiebro material que nos mantiene en estado animado; ¡ese es el gran misterio que en ocasiones presenta la obra!
La ciudad de piedra nos acoge como a niños de pecho y su piel escrita con versos furtivos nos acaricia la mente. Sus rincones ornados de lisonjas y cuchillos se desplazan en el tiempo y los lamentos que se describen en la superficie pasan al cuadro transferidas como un eco. Así se muestran: con la luz del día todo se hace mensaje transparente. Las manchas son el significado explícito de su vida y en ellas se ven los rostros espectrales de los muertos. Sus palabras se oyen en la sombra, balbucean tonadillas y nos habla solemnemente del pasado. Entregados al desamor de sus jardines colgantes, al albor de sus ventanas marchitas y absortos en sus calles milenarias, paseamos con el ánimo encendido por el sol. Entonces encontramos mensajes fundidos entre sus piedras, dolor en sus grietas y versos contenidos entre su identidad: su existencia se hace solemne, mayestática y poderosa… La obra queda expuesta en cada rincón, en cada casa y en cada piedra: es una revelación ver en detalle sus tatuajes, sentir sus líquenes como un acto de creación. 

Gregorio Bermejo
Tarragona 2015



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