sábado, 18 de mayo de 2013

La cueva del Garraf

Cueva del Garraf. 1974

La cueva del Garraf
Meses después de la acción que realicé en el agujero-cueva que hallé junto a la carretera del Vendrell a Valls, tuve un encuentro sorprendente; fue algo tan extraordinario que me transformó profundamente, tanto que no he podido olvidar después de quasi 40 años.
La hallé por casualidad; seguía presentimientos activos y movía reflexiones sobre las cavidades, los espacios naturales, las ausencia y presencias de las cosas; ¡estaba entusiasmado! Buscaba estos escenarios para afianzarme es pesquisas que empezaba a descubrir y que fueron fundamentales en mi formación; la naturaleza fue mi biblioteca requerida y todavía hoy es mi base de operaciones. Caminaba por las montañas del Garraf y la encontré: ¡me estaba esperando! Era una cueva de buenas proporciones, bien iluminada y muy cerca de la cantera cuya imagen publiqué en este blog hace unos meses. Era un lugar dolido y descarnado; mirarlo hacía daño en la base de los sentidos, especialmente en los ojos. Estremecía verlo: la piedra la arrancaban de manera violenta dejando gigantescos socavones en la montaña. La extraían para fabricar cemento y por aquellos tortuosos caminos los camiones trajinaban sin cesar aquellas rocas heridas.
La cueva era un refugio natural que en aquella ocasión se usaba para resguardarse de las explosiones en las canteras. Cuando tenían lugar, las piedras caían del cielo como proyectiles, volaban con fuerza y arrancaban los árboles dejándolos destrozados y secos. Se trataba de un espacio proporcionado, abierto de forma natural que recordaba un Mitreo, un pequeño templo sin atributos aparentes. Al fondo, la roca había dejado unas placas con formas circulares y señales muy sugerentes. Todo el espacio era poseído por una magia especial, una luz vagabunda reverberaba por todas partes y producía un relieve suave y gris. El techo estaba formado por una losa de piedra consistente y limpia, era una pequeña parte de la veta que navegaba horizontalmente por toda la montaña. El suelo estaba formado del barro acumulado y pisado por el tiempo y proporcionaba una sensación limpia, orgánica y blanda. A los lados había algunas piedras planas y de medianas proporciones, alineadas y paralelas a los muros. El silencio de la montaña se dejaba caer con una densidad especial, como si el aire hablase entre los árboles o produjera un zumbido, un canto repetitivo que quedaba materializado en polvo, partículas que  también  terminaban convirtiéndose en roca. Como he dicho, el fondo de la cueva formaba un relieve suave que podía leerse perfectamente, como si el código que había impreso en la roca se pudiera traducir de forma directa e instantánea. Cada uno de los pequeños accidentes tenía su sentido, la textura de la pared cobraba un valor diferenciado y aunque el significado no quedaba claro, la necesidad de razonarlo era una provocación y a la postre todo era misteriosamente comprensible, todo estaba en su lugar con unas proporciones ajustadas. Fue entonces cuando tomé conciencia del lenguaje de la materia, de su manera de explicarse y caí en cuenta que todo tenía un sentido preciso y precioso, todo configuraba una muestra placentera de la unidad y allí estaba presente; ¡en aquel lugar se dejaba oir...!

Al principio la respiración era húmeda y la piel del cuerpo remarcaba más que nunca su cualidad de frontera, hacía de superficie sensible, como la de un tambor en descanso. Resultaba una membrana misteriosa que registraba y batía las presencias del lugar en aquel instante. Me sentía confundido, por un lado ajeno a aquella circunstancia que tenía el poder de despertar sentimientos, ideas y fantasmas en el pensamiento y por el otro, me gustaba sentir aquella paz llena de signos, era una calma que me invitaba a continuar sumergido en aquel estado en tránsito. En ocasiones miraba el lugar desde fuera, como si fuera un objeto que se puede contemplar en todas las direcciones. Lo observaba atentamente y en ocasiones lo miraba desde dentro, yo estaba y me sentía contenido en él, vivía el espacio con deleite y notaba una presencia que se unía a todo lo que ocultaba. En ese espacio había algo que transformaba los sentidos, los hacía voluptuosos, ágiles, vibrantes y perceptivos. El silencio se podía escuchar, los olores del aire se podían clasificar; fósforo, calcio, agua, hierro, cieno, hierbas secas… Recuerdo que en aquellos instantes el gusto desapareció, la punta de la lengua quedó paralizada, pegada al paladar y los ojos captaron la luz difusa de la roca; ¡era como un baño de eternidad! Todo el espacio quedó paralizado, como el escenario de un teatro que espera eternamente que se inicie la función, el tiempo no existía y a no ser por las piedras cuidadosamente alineadas, se podría pensar que yo era la primera persona que había entrado allí. Me sentía en un espacio sagrado, un lugar que retenía y presentaba los misterios del mundo, la ténue voz del origen. Los signos del tiempo se habían acumulado en aquel lugar hasta saturarlo y yo era un testimonio necesitado de aquella experiencia.
La vivencia de aquel espacio fue la muestra más clara de lo que Mircea Eliade define como hierofanía. Allí estaba impreso todo lo acontecido; era el libro de la eternidad y era presente algo más que la pura materia. Aquel lugar misterioso estaba saturado de señales, signos que desprendían significados imprecisos y quedaban disueltos en el aire. Su observación me transformó para siempre; poco a poco llegó a constituir el motivo que he perseguido en cuestiones estéticas. Aquello que encontré por azar siempre he deseado descubrirlo en la escultura...

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