La roca de la Comella
La plaza era un espectáculo en silencio, ¡espléndido!
Desierta y sucia, llena de escombros. En aquel momento su desamparo era evidente y su pasado, su gloria, invitaba en soledad. El
cielo vestía alguna nube sobre el azul mediterráneo, y la claridad iluminaba los detalles con
precisión generosa. La luz era limpia, transparente, descriptiva y misteriosa,
dibujaba los detalles hasta instalarlos en los ojos. El viento del mar
acompañaba el momento y traía un zumbido casi imperceptible a los oídos, era
aliento vivo que invadía los sentidos hasta saturarlos. La roca del suelo
emergía aquí y allá, se calentaba al sol y se vestía con líquenes diminutos.
¡Así encontró la Comella el día de todos los santos!
En aquel lugar de abandono y de historias temerosas, el
duende inicial fue conduciendo el pensamiento a una locura dulce, a una
seducción que le cambiaría la vida para siempre. Era un canción añorada que
reproducía un sueño casi olvidado, una letanía que repicaba los sentidos día y
noche. Decía esa voz…
-¡Hay que restaurar el paraíso! -
Sin saberlo, una aventura cargada de trabajo y fatiga acababa de nacer
y con ella se podía doblegar el destino de un enterrador de secretos. En aquel
momento nació el compromiso de hacer de aquella roca ardiente un jardín, un
lugar para que la vida resplandezca junto a los requiebros del pensamiento.
Entonces respiró hondo, miró el suelo y se puso a
cantar.
En esta
tierra abandonada fundaré mi hogar,
y sobre esta roca enjuta cultivaré un jardín esperanzado.
Con estos
muros derruidos levantaré un fortín
y caminaré sus
senderos hasta que aguanten los huesos.
Dormiré como
la hierba en sus sueños placenteros
y cantaré
junto a los árboles que han de nacer.
Al final
del proceso, también sollozaré sobre el pasto seco.
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