La hierba
La vida regala momentos apacibles, sencillos, amables como son los resplandores de la hierba. Cada instante puede ser un momento mágico, poético, íntimo y encontrar el motivo que culmina con asombro. Entonces sientes que es el triunfo de las emociones, los sentidos se avivan, la mirada se hace incisiva y la mente maquila con hermosura. Si quieres ver más allá de lo evidente, el verde se hace sutil y el suelo puedes verlo como el manto que cubre las almas. La tierra es una mortaja fértil que hace de la vida un lecho mullido, y ellas, las almas, dan luz a los que sobreviven; ¡como mínimo nos nutren!
Cuando sale el sol también ilumina matojos humildes y describe una belleza inigualable en ellos; ¡no hay joya que le iguale! Si miras con atención, con mucha atención, ves como el sol las alimenta y las hace crecer ante los ojos. Más tarde la luz se hace poderosa y la mirada se hace imprecisa hasta quedar ciega de tanta luz. La roca abrasa los pies y, al mismo tiempo, lanza mensajes poderosos; entonces hay que cubrirse ante él y buscar las sombras.
A la sazón duermes y sueñas, sueñas y sueñas…
¡El horizonte no es el fin!
-Esto llegué a pensar antes de ser el nuevo narrador de esta historia, un animal que emerge del sueño y me encarna (Sustituye) por unos instantes-
Debajo de aquel sol abrasador, sin sombra bajo los pies, tomé conciencia del ingente trabajo que había que hacer. Entonces, perdidos los ojos detrás de la última ventana, encaramado en la muralla, aullé una vez más y me cambié la piel, ¡dejé de ser un hombre para ser un perro oscuro de proporciones considerables!
Con la última reserva de aliento pensé que no podía perderme dentro de aquella metamorfosis singular, que debía evadirme por los ojos y salir del pensamiento convencional. Entonces miré las hierbas encendidas y empecé a purgarme, las comía dulcemente, hebra a brizna, brizna a hebra... Pensando en aquellos deliciosos manjares que me ofrecía la tierra, deduje que el enemigo no estaba fuera, estaba dentro y se llamaba indolencia. No serían las tierras secas mi mortaja, tampoco la ausencia de aire mi agonía. No faltaba agua en las entrañas de aquella tierra. Pensé que todo el mal dormía en la falta de esperanza, en el cansancio espiritual.
Entonces miré atentamente unos matojos secos encendidos por el sol y pensé que ellos vivían y si los conejos lo hacían yo también podía hacerlo. Tenía que solucionar estos temas para acoplarme al lugar. Allí había de todo, solo tenía que ordenar y pactar con la tierra.
En el instante de cambiar de piel pensé que ahí se ocultaba el nudo de todo el conflicto; ¡en el acoplamiento!
Era verdad que el sol quemaba, que el hueco de la garganta se hacía roca, que secaba los ojos y endurecía la piel, pero al caer la tarde el horizonte cortaba el paisaje, encendía el azul del cielo, alumbraba los brotes verdes y de un momento a otro el mundo se hacía precioso. Ese era el instante que esperaba para darme un baño de recuerdos y perderme en un festín de melancolía. Por este motivo era tan importante dejar señales claras, anotar los recuerdos, marcar los caminos, las imágenes y los deseos. En cada paso dejaba una señal, una invocación y en cada recuerdo un enlace con el siguiente, así hasta formar un camino en la memoria que permitiera reconstruir lo vivido.
Un año tardó la travesía y en el momento que menos lo esperaba, el notario leyó las escrituras, se firmó y se puso en orden los papeles; todo listo para un testamento nuevo.
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