Ventana, acción 1974. San Andrés de la barca. Recreación, 2013. La Comella Tarragona.
La ventana
Por motivos que aún desconozco, ayer rehice una acción que había hecho el año 1974 en San Andrés de la Barca. Tiré una piedra al aire lo más lejos que pude; después, siguiendo la acción que haría un perro en busca de un hueso arrojado al aire, fui al lugar donde había caído. Al llegar acaricié la herida producida y después la enmarqué en un radio de no más de treinta centímetros; ¡era una ventana abierta al pasado! Con un deseo indefinido y una tranquilidad poco habitual en mí, contemple todo aquello como un hecho extraordinario y extraño. Más tarde, con la metodología de un arqueólogo, empecé a descubrir capas delgadas de tierra y a recoger muestras significativas de los materiales que se encontraban allí ocultos. No buscaba nada en concreto, ni tenía que hacer un estudio cronológico a la manera de un geólogo; tan sólo buscaba la presencia de las cosas que tenían algo que ver conmigo: tierra, piedra, raíz, caracol, un trozo de vidrio, etc. ¡Fue apasionante! La vida y la muerte estaban presentes en la historia de aquel palmo de tierra, allí habían dejado sus rastros con precisión, se habían reunido todas aquellas cosas en diferentes momentos, como si entre ellas hubiera un destino común, un nexo preestablecido.
Vistos con cierto asombro, aquellos materiales sin atributos, aquel lugar sin referentes, tan especial como cualquier otro, se mostraba lleno de tesoros naturales. Allí se ocultaba una historia apasionante en cada una de sus páginas; todo estaba implicado y sólo hacía falta revelarlo a los ojos. Cada una de las cosas que aparecían estaban escritas por el tiempo y esperaban ser abiertas y leídas con asombro, o bien con la vista puesta más allá de las apariencias. Todo brotaba de manera resplandeciente; ¡pensé que era soberbio el flujo de la realidad cuando aparece ante nosotros!
La ley de los cambios había dejado su sello impreso, era la muestra de su memoria. Una biblioteca natural se presentaba como testimonio de un pasado que era presente todavía. Por aquel motivo, y también por la acción del azar, desde aquel momento se creó un vínculo especial y directo con el lugar; prueba de ello es que ahora escribo estas líneas pensando en el encuentro, recordando los hilos que todavía quedan tejidos en mi memoria, ellos son la evidencia de aquella experiencia. Encontré grabadas o dormidas en la tierra señales reconocibles, había una base común entre aquel espacio lleno de presencias ocultas y mi existencia, y eso para mí fue revelador en un momento que estaba muy sensible a aprender en esta dirección.
Pensé también que el azar lo había dispuesto y que todo había sido señalado por la caída de una piedra. Sobre ella se dispuso una nueva experiencia, en la cual habían intervenido infinidad de variables, peso, tamaño, fuerza de lanzamiento, gravedad, dirección del viento, trayectoria, etc. Todas aquellas circunstancias eran el camino sinuoso que abre a cada instante las bifurcaciones de nuestro destino; aquel hecho se convirtió en una lección admirable sobre las posibilidades que tenemos para aprender ejerciendo la observación directa. Allí llegué a entender los mecanismos del tiempo y comprender su letanía azarosa, por ese motivo la vida y la muerte los siento apasionadamente unidos, están en cada uno de los pasos que trazo; son mi camino, mis brazos y trabajo con ellos.
En la tierra duerme el pasado y se adormece el presente; es el lecho natural de la vida. En el barro fértil del río escribo noche y día, construyo un libro de barro. Veo como allí caen millones de señales, signos que quedan impresos, son los restos que vamos dejando los seres al fenecer. Es la memoria que queda implicada y se hace presencia fósil, palabra que deletrea el pasado; son semillas vivas que esperan. Son huevos dormidos que se activan y emergen cargados de nuevas propuestas, pensamientos que florecen como formas vivas.
Al final del trayecto no somos polvo, somos barro que se piensa, limo de río dispuesto a ser modelado, siempre preparado para ser reciclado; ¡papel perdurable para escribir el presente!
Entre pensamientos tanteo qué he de hacer; me contesto y dibujo sobre el suelo. En ocasiones muy especiales, también deseo dejar un testimonio sobre la tierra, deseo señalar la presencia por humilde que sea.
¡Que pretensión¡ querer aportar un grano de arena en el páramo de la eternidad. Ese es nuestro gran pecado y la causa que nos envilece y al mismo tiempo nos hace como seres humanos. Si el hombre tiene algún interés como criatura viviente es por el deseo imparable de trascender su propia vida, de dejar marcas humanas en el tiempo, de señalar en el bosque tenebroso los pasos con migajas de pan, de ahí la propuesta de: El libro de barro.
La ventana
Por motivos que aún desconozco, ayer rehice una acción que había hecho el año 1974 en San Andrés de la Barca. Tiré una piedra al aire lo más lejos que pude; después, siguiendo la acción que haría un perro en busca de un hueso arrojado al aire, fui al lugar donde había caído. Al llegar acaricié la herida producida y después la enmarqué en un radio de no más de treinta centímetros; ¡era una ventana abierta al pasado! Con un deseo indefinido y una tranquilidad poco habitual en mí, contemple todo aquello como un hecho extraordinario y extraño. Más tarde, con la metodología de un arqueólogo, empecé a descubrir capas delgadas de tierra y a recoger muestras significativas de los materiales que se encontraban allí ocultos. No buscaba nada en concreto, ni tenía que hacer un estudio cronológico a la manera de un geólogo; tan sólo buscaba la presencia de las cosas que tenían algo que ver conmigo: tierra, piedra, raíz, caracol, un trozo de vidrio, etc. ¡Fue apasionante! La vida y la muerte estaban presentes en la historia de aquel palmo de tierra, allí habían dejado sus rastros con precisión, se habían reunido todas aquellas cosas en diferentes momentos, como si entre ellas hubiera un destino común, un nexo preestablecido.
Vistos con cierto asombro, aquellos materiales sin atributos, aquel lugar sin referentes, tan especial como cualquier otro, se mostraba lleno de tesoros naturales. Allí se ocultaba una historia apasionante en cada una de sus páginas; todo estaba implicado y sólo hacía falta revelarlo a los ojos. Cada una de las cosas que aparecían estaban escritas por el tiempo y esperaban ser abiertas y leídas con asombro, o bien con la vista puesta más allá de las apariencias. Todo brotaba de manera resplandeciente; ¡pensé que era soberbio el flujo de la realidad cuando aparece ante nosotros!
La ley de los cambios había dejado su sello impreso, era la muestra de su memoria. Una biblioteca natural se presentaba como testimonio de un pasado que era presente todavía. Por aquel motivo, y también por la acción del azar, desde aquel momento se creó un vínculo especial y directo con el lugar; prueba de ello es que ahora escribo estas líneas pensando en el encuentro, recordando los hilos que todavía quedan tejidos en mi memoria, ellos son la evidencia de aquella experiencia. Encontré grabadas o dormidas en la tierra señales reconocibles, había una base común entre aquel espacio lleno de presencias ocultas y mi existencia, y eso para mí fue revelador en un momento que estaba muy sensible a aprender en esta dirección.
Pensé también que el azar lo había dispuesto y que todo había sido señalado por la caída de una piedra. Sobre ella se dispuso una nueva experiencia, en la cual habían intervenido infinidad de variables, peso, tamaño, fuerza de lanzamiento, gravedad, dirección del viento, trayectoria, etc. Todas aquellas circunstancias eran el camino sinuoso que abre a cada instante las bifurcaciones de nuestro destino; aquel hecho se convirtió en una lección admirable sobre las posibilidades que tenemos para aprender ejerciendo la observación directa. Allí llegué a entender los mecanismos del tiempo y comprender su letanía azarosa, por ese motivo la vida y la muerte los siento apasionadamente unidos, están en cada uno de los pasos que trazo; son mi camino, mis brazos y trabajo con ellos.
En la tierra duerme el pasado y se adormece el presente; es el lecho natural de la vida. En el barro fértil del río escribo noche y día, construyo un libro de barro. Veo como allí caen millones de señales, signos que quedan impresos, son los restos que vamos dejando los seres al fenecer. Es la memoria que queda implicada y se hace presencia fósil, palabra que deletrea el pasado; son semillas vivas que esperan. Son huevos dormidos que se activan y emergen cargados de nuevas propuestas, pensamientos que florecen como formas vivas.
Al final del trayecto no somos polvo, somos barro que se piensa, limo de río dispuesto a ser modelado, siempre preparado para ser reciclado; ¡papel perdurable para escribir el presente!
Entre pensamientos tanteo qué he de hacer; me contesto y dibujo sobre el suelo. En ocasiones muy especiales, también deseo dejar un testimonio sobre la tierra, deseo señalar la presencia por humilde que sea.
¡Que pretensión¡ querer aportar un grano de arena en el páramo de la eternidad. Ese es nuestro gran pecado y la causa que nos envilece y al mismo tiempo nos hace como seres humanos. Si el hombre tiene algún interés como criatura viviente es por el deseo imparable de trascender su propia vida, de dejar marcas humanas en el tiempo, de señalar en el bosque tenebroso los pasos con migajas de pan, de ahí la propuesta de: El libro de barro.
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