El Dueto
Era un virtuoso con la voz,
tenía un registro amplio y poderoso. Cuando giraba la cabeza hacia el cielo podías esperar los trinos más sorprendentes. El viento azotaba las ramas y él,
impasible al ajetreo sometido, dejaba ir dulcemente un sonido gutural
misterioso, lo hacía con tanta entrega que estremecía los sentimientos. Lo pude
comprobar en muchas ocasiones, era tal su poder evocador que dejaba el pensamiento
en los huesos… El ave lira
No obstante su espectáculo
era incompleto, le faltaba la pista para deslizar sus soplos ligeros, carecía
de un bajo sonoro.
En su estilo era único y pensé
que yo tenía la voz apropiada para el acompañamiento. Me pasó por el magín que
podía ayudarme y hacer con él la gran obra esperada. Mi instrumento también era
gutural, pero más abajo, partía desde las tripas y en ocasiones subía hasta la
garganta o bajaba hasta el fondo. Otras atravesaba las gruesas capas de grasa
hasta convertirse en una bajo sonoro bien acompasado. De todos los escapes y
fugas salían sonidos más graves que el de un contrabajo, más profundos que el
de una tuba y más dinámicos que el bajo eléctrico. Ensayé tanto estos sonidos
que podía emular auténticos órganos, de hecho ya lo eran…
Juntos creamos el espectáculo
más subterráneo que se pueda imaginar. Las noches de amores prohibidos se dejaba
oír desde el piso de arriba y las de los amores regulados sonaba desde abajo.
Era un concierto universal que dio la vuelta al mundo.
¡Los dos creamos el dueto de
los prodigios!
Cuando sonábamos bien ajustados
éramos magistrales, las notas arrancaban pellizcos emocionados al aire y el
público se estremecía hasta el llanto. Entonces, en ese momento mágico, él
bajaba el tono de voz, se contraía hasta quedar en un murmullo que se alejaba
lentamente. Yo, quietito, con la punta del pié, la palma de la mano y un tono
ventral inhumano, marcaba el compas. Lleno de ausencia, radiante en su
presencia, los dos estremecíamos el aire en un espacio dilatado. Así permanecíamos
un tiempo que se hacía manteca dulce en la boca, un mugido largo que dilataba
los instantes. Entonces: entraba él como un carrillón excitado, era el momento
álgido del espectáculo y todo volvía a tensarse. Un trino estremecía a otro, un
gorjeo daba paso a un segundo y con todo, un collar de perlas se desprendía de manera
precisa y se precipitaba por una garganta de campanas.
¡No se puede narrar, qué sonidos!
¡No se puede narrar, qué sonidos!
Nadie es capaz de describir con palabras lo que ocurría en aquel instante, solo un color inspirado podría igualarle. Cuando su garganta se excitaba, emitía sonidos más ágiles que un trino y más livianos que el aliento de un niño. Sus sublimes tonos si comprimían y a escalas altas podían llegar a ser inaudibles. Entonces los cristales saltaban en millones de fragmentos, se rompían los espejos y los ojos se inundaban de lágrimas. En ocasiones era más placentero, los tímpanos se deleitaban hasta llegar al orgasmo.
Como era natural en esos instantes emocionados, yo no me quedaba corto, con el órgano ventral dejaba ir aires entrecortados, algunos serenos, otros fuertes. En conjunto eran más sutiles que un lamento y mucho más profundos que el rumor de las olas, en realidad eran siseos del viento que refregaban las bajas membranas.
Un día me dijeron que tenía
la próstata mal: ¡me sentí morir! Era parte de mi garganta y estaba moribunda…
¡qué pasaría con el dueto!
Ya era tarde para remendar
los rotos y mi compañero del alma se fue solo a cantar entre los bosques moribundos del Brasil…
¡Allí está, cantando entre el rumor de jacintos, más solo que la una!
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