La caída: como piedras rodantes. 2010, La pedrera de El Medol. Tarragona..
Como piedras al sol
Mi infancia transcurrió en Ejea de los Caballeros (Zaragoza). Crecí saltando entre los riscos de la cantera, haciendo cuevas en aquellos cortes de arcilla y lanzando piedras por la pendiente hasta alcanzar el río. En aquella tierra quemada por el sol y azotada por el cierzo, templé el carácter y descubrí los reflejos del mundo, ¡era una atalaya extraordinaria!
Las imágenes que afloran a la mente de aquel período son las vistas de las Planas del Saso desde la Corona; ¡mi barrio! Cuando me asalta la melancolía añoro aquellas casas huesudas y tambaleantes. Después de estas evocaciones aparecen las calles de tierra; auténticos barrizales cuando llovía, mezcla de todos los olores que transpiran los cuerpos; el barrio era uno de los más pobres de las Cinco Villas.
Desde la Corona se podían ver los campos de trigo movidos por el viento, ¡eran soberbios! El verde del maíz tenía tonos plateados que deslumbraban, se perdían en el horizonte. El viento era permanente, traía olor de alfalfa seca y las sementeras en primavera brillaban como peces de colores. Los labrantíos sobre tierras de secano se dibujaban como un cuadro de Paul Klee; ¡todo lo recuerdo como un tiempo mítico! El color nos llegaba en ráfagas dulces mezclado con el polen de los frutales. El sol quemaba la piel ya ennegrecida y los niños jugábamos en aquellos riscos sin miedo y sin arneses; ¡era una época que nos situaba en otro mundo!
El río Arba pasaba por abajo; lo veía pasar apacible así como los kilómetros de estela verde que dejaban sus riberas. En ocasiones bajaba a dormir a la sombra de los olmos y entre sueños dejaba en libertad barquitos de papel que navegaban hasta el Ebro. Siempre estaré allí, esperando y mecido en la memoria. El río, en silencio se llevará mis recuerdos hacia el mar y los dejará muy cerca de la Comella; ¡me encuentro equidistante y aquí los relato!
Los percibo lejanos pero están aquí, ¡latentes!
Aquellos tiempos fueron decisivos, estoy colmado de sus fragancias y endurecido por los fríos inviernos. Allí se templaron los sentidos, se formaron las llaves del pensamiento y se modelaron los sentimientos en un tiempo capital; la niñez. Puedo pensarme allí como un montículo de tierra lavada, como una grieta que se despeña hasta el río. Consigo sentirme arcilla, roca que resbala, lodo y polvo y con todo ello ser parte activa en el trabajo presente. No podría concebir el lenguaje secreto del mundo sin aquel aprendizaje; ¡fue determinante!
A los doce años cogí un puntero y un martillo y di forma humana a unas piedras que teníamos en el tejado del cobertizo; ¡fue una acción de demiurgo! Estaban allí para evitar que las levantara el viento y yo les di voz con un puntero y un martillo. Por entonces aquellas piedras eran funcionales, una costumbre muy usual en la arquitectura popular de la zona. Todas las casas tenían este remate, piedra calentándose al sol y haciendo equilibrios para no caer encima de la gente; ¡eran una amenaza permanente…!
Con ellas hice un conjunto de cabezas. Aprovechaba el relieve que proporcionaba la forma y terminaba de dibujar los ojos y la boca, el resultado fue arcaico y expresivo. Con los ojos abiertos y estrábicos miraban en todas las direcciones posibles y creaban la sensación de vigilantes permanentes. Mi padre les llamó bolindros… Aquellas piedras proporcionaron una impresión extraordinaria en mi imaginario. Hoy daría cualquier cosa por sacar una imagen impresa de mi mente y poder ilustrar este relato con ella.
Aquel ejercicio fue una diversión de adolescente, pero marcó parte importante de mi vida posterior. Con él se abrió una ventana misteriosa, a través de la cual, desde entonces he mirado las cosas asombrado, aterrado y cautivo por el misterio. Todavía oteo el horizonte y siento el aire fresco y la luz reverberante de los brazales…
Pasaron años antes de conocer las causas que motivaron aquella acción. Fue en la Facultad de Bellas Artes en Barcelona: un compañero de clase, Sebastián Majadas, hizo lo mismo que había hecho yo años antes. Para él, todas las piedras redondas eran cabezas calientes encubadas por el sol. Su motivación estaba bien localizada; los "Barruecos", unas piedras de granito redondeadas por la erosion que se encuentran en Cáceres y otros lugares de Extremadura. Aquellos pedregales se habían colado por los ojos y habían modelado el pensamiento. Aquel territorio donde habíamos nacido los dos, tenia algo de paisaje lunar, de tierra primigenia y aquellos canchales era semillas vivas de grandes proporciones.
Más tarde pensé que las cabezas de Ejea ya estaban en mi mente, resonaban des de antaño en la memoria biológica, eran parte de un paisaje transmitido en la retina como se transmite el color de los ojos.
Soy escultor y quizá ya lo era antes de nacer. Para mí la vida se ha tejido sobre una urdimbre casi sin forma, solo el concepto ha podido transitar por una leve insinuación de la materia. Por extraño que parezca, camino y hago camino sin pensarlo, por tanteo lo hago y confío en el instinto. Exploro y sigo adelante por pura inercia, como una piedra que rueda por la vertiente. Como ella me precipito por el declive de los años y compruebo como me empujan los hechos y los recuerdos.
Las ideas, los recuerdos, son trenzados en la yema de los dedos, ahí los revelo lentamente. Son bolindros que afloran de las piedras informes y se hacen pensamiento. Como bolitas de pan aparecen y ruedan como mis días de trabajo. La verdad es que la acción del niño se ha convertido en la experiencia de la vida, ¡fue un sueño que vislumbro cada día en el taller!
Con aquellos recuerdos deseo descubrir certidumbres, señales permanentes y estables…
¡No lo consigo!
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