Safo y Faón (Jacques-Louis David, 1809)
En los
buenos tiempos se mordía los labios con placer y llegó a pensar que en ella se
encontraba todo lo necesario para vivir feliz. Pensó que los hombres eran
pececitos de colores que navegaban pareados entre sus muslos y cuando no los deseaba eran báculos prescindibles. Ahora se plisaba sola, se consumía entre pasiones
insatisfechas. En realidad se sentía como un manantial agotado, exento de vida, e igual que las gárgolas se lamentaba en soledad.
Al comienzo, cada día dedicaba varias horas en maquillarse, cuidarse y disfrutar con sensualidad sus propios sentidos. Mirarse a los ojos era sumergirse en un lago de vanidad y acariciarse los senos un placer sublime que nadie como ella podía proporcionarle. Ante aquella imagen especular se miraba y veía la sonrisa del amor y del placer eterno. En ella quería encontrar la profundidad del cielo y buscando, buscando, descubrió el abismo donde precipitarse. Poco a poco fue envejeciendo y aunque hallaba en su rostro la paz eterna y la plenitud de la vida, se sentía cada vez más agotada, vencida y temerosa, sobretodo cuando observaba como su piel se decantaba hacia el matiz pálido de los lirios secos. Para seguir arrastrando su piel por el mundo tuvo que rebautizar su alma y se hizo llamar Safo, como la poetisa de Lesbos; la que no tuvo empujes suficientes para enamorar a Faón y por ello se arrojó a los acantilados.
Con su nuevo nombre adquirió un nuevo poder y volvió a ella la capacidad de seducción, constató como sus conquistas aumentaron exponencialmente pero, ¡ay dolor del corazón!; dos águilas revoloteaban su mente y en aquella situación no podía ser acariciada por nadie, se sentía ocupada y a la vez hueca como un viejo baobab. Entonces se derramó en si misma hasta inundarse de ego; ¡su auto-estima floreció por un instante! Poco después pensó que su saliva era un elixir que le ayudaba a mantenerse bella como una Náyade y la recogió en franquitos de perfumería y cajitas de bronce. Cada día observaba que no podía vivir fuera de aquellas delicadezas y sensaciones acuosas; ella era la fuente eterna de su placer personal y el eje cardinal de su pensamiento.
Así se habituó a vivir en un mundo lleno de sus propias certidumbres y sintió como en ella descansaba todo. Se arrullaba con su aliento y paseaba las manos suavemente por los muslos, así se complacía hasta sentir en silencio la voz de su feminidad. Con los deditos húmedos, extendidos y sinuosos, se colmaba hasta notar el gemido prolongado del placer unisexual del andrógino. En su regocijo, en su contemplación, empezaba y terminaba todo lo que había en su mente; también en eso era el reflejo fiel de los placeres soberanos…
Al comienzo, cada día dedicaba varias horas en maquillarse, cuidarse y disfrutar con sensualidad sus propios sentidos. Mirarse a los ojos era sumergirse en un lago de vanidad y acariciarse los senos un placer sublime que nadie como ella podía proporcionarle. Ante aquella imagen especular se miraba y veía la sonrisa del amor y del placer eterno. En ella quería encontrar la profundidad del cielo y buscando, buscando, descubrió el abismo donde precipitarse. Poco a poco fue envejeciendo y aunque hallaba en su rostro la paz eterna y la plenitud de la vida, se sentía cada vez más agotada, vencida y temerosa, sobretodo cuando observaba como su piel se decantaba hacia el matiz pálido de los lirios secos. Para seguir arrastrando su piel por el mundo tuvo que rebautizar su alma y se hizo llamar Safo, como la poetisa de Lesbos; la que no tuvo empujes suficientes para enamorar a Faón y por ello se arrojó a los acantilados.
Con su nuevo nombre adquirió un nuevo poder y volvió a ella la capacidad de seducción, constató como sus conquistas aumentaron exponencialmente pero, ¡ay dolor del corazón!; dos águilas revoloteaban su mente y en aquella situación no podía ser acariciada por nadie, se sentía ocupada y a la vez hueca como un viejo baobab. Entonces se derramó en si misma hasta inundarse de ego; ¡su auto-estima floreció por un instante! Poco después pensó que su saliva era un elixir que le ayudaba a mantenerse bella como una Náyade y la recogió en franquitos de perfumería y cajitas de bronce. Cada día observaba que no podía vivir fuera de aquellas delicadezas y sensaciones acuosas; ella era la fuente eterna de su placer personal y el eje cardinal de su pensamiento.
Así se habituó a vivir en un mundo lleno de sus propias certidumbres y sintió como en ella descansaba todo. Se arrullaba con su aliento y paseaba las manos suavemente por los muslos, así se complacía hasta sentir en silencio la voz de su feminidad. Con los deditos húmedos, extendidos y sinuosos, se colmaba hasta notar el gemido prolongado del placer unisexual del andrógino. En su regocijo, en su contemplación, empezaba y terminaba todo lo que había en su mente; también en eso era el reflejo fiel de los placeres soberanos…
1.- En uno de sus versos Safo relata estos hechos, pero la verdad es que ella murió ya muy mayor.
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