viernes, 18 de mayo de 2012

El rapto

Lucía y la luz de la razón...

Prólogo
Vuelvo a México DF. lo hago para aclarar algunas de las confusiones que se crearán en las próximas lecturas. La imagen de Lucía puede establecer desconcierto en el lector y deseo que en estos relatos prevalezca la veracidad de los hechos.
Confieso que los nombres son ficción, no puede ser de otra manera ya que estas personas están unidas a mí por lazos indestructibles y deseo mantenerlas por muchos años. Ellas leerán estas historias, corregirán mis observaciones y compartirán mi asombro al constatar en el espejo de la palabra lo que nos ocurre en la vida. Contemplarán como lo cotidiano se deviene en leyenda con perfiles casi heróicos. Es más, en la cumbre de lo indecible puede quedar la duda y es comprensible, pero tened presente que si relatara lo que en realidad acontece sería una historia mil veces más increíble. Quizá aparecería como la culminación de la fantasía y escandalizaría o llenaría de incredulidad a los más avezados en la conducta humana.
Algunos hechos pueden ser mal interpretados por mi parte y habrá secuencias que quedarán sin consenso; ¡lo de siempre, contrariedades en los reflejos del mundo! También que las Lucías implicadas puedan molestarse; ¡qué mal me sabrá si así sucede! Les pido perdón por adelantado, invoco su comprensión y les agradezco profundamente que hayan o estén pasando por mi vida. No obstante estoy tranquilo, he constatado en todas ellas la amplitud de un corazón grande, universal y generoso. Les deseo lo mejor que se pueda invocar para el alivio de sus vidas y les envío sosiego para que hagan de si mismas una fuente de luz, un hatillo de esperanza donde la razón va a hurtadillas y se alimenta.

Ellas son parte imprescindible en las pasiones de la obra, la llaga de los amores frustrados, ¡también son la luz de mi pensamiento!

El rapto

Cuando terminé la reunión con Adrián en el café Tacuba, eran las doce treinta de la mañana, ni un minuto más ni uno menos. Me fui directo al Museo Nacional de Arte, estaba anunciada una exposición de dibujos y grabados de Honoré Daumier. Entré y me hicieron reír sus sarcasmos; disfruté un  buen rato contemplando la agilidad de sus manos y la mala uva que gastó con sus coetáneos. Consiguió quitarme el pesar que llevaba dentro y aligerar el día, pues quedaban horas de acontecimientos nuevos.
Cuando me di cuenta ya era tarde, salí a la calle dispuesto a comer lo que fuere. Encontré un restaurante chino y allí tomé asiento; pedí el menú del día. 
Justo empezar, una señora bien parecida me pidió si podía sentarse, no había mesas libres y le dije que encantado. Nos presentamos con infinidad de detalles, me dijo que se llamaba Lucía, cosa que no me extrañó en absoluto. Me explicó también que estaba separada; su marido se había marchado con una mujer más joven y según me relató, debido a la actividad excitante con la nueva esposa, había contraído un cáncer de próstata…¿? Debió ser el castigo.
Era una mujer madura, atractiva, de rostro agradable, vestía ropas oscuras de buena calidad y llevaba zapatos de aguja. Era conversadora, conocedora del país y especialmente de las quimeras políticas, asunto este que me interesó al instante.


Entre la conversación salió la exposición de Daumier, al salir nos fuimos directos al museo y entre risas y gestos de asombro, comentamos los dibujos. Algunos le escandalizaban, sobretodo los que hacían crítica de los gestores de la iglesia. Allí se reveló como una ferviente cristiana devota de la Virgen de Guadalupe.
Al salir y empezar a bajar las escaleras la note insegura, le di el brazo y se cogió al instante. En aquel momento note el contacto de su cuerpo, la miré y ella se sonrojó levemente.
Agradecida por el trato me invitó a tomar un café en su casa al día siguiente, entonces noté una mueca sutil en su boca. Como yo desconocía el territorio quedamos en el mismo restaurante que había desayunado con Adrián horas antes. Ella tomó un taxi y marchó alegre con gestos resueltos con el chofer. Al parecer, por el trato y la conversación mantenida, deduje que ya se conocían.
A la hora acordada yo estaba otra vez en el Café Tacuba. Pasaron los minutos, se alargaron los segundos, se consumió una hora, repasé cada rincón del local, escuché uno tras otro los temas que cantaron los mariachis, se hicieron los cielos interminables y ya aburrido, pagué la cuenta y me fui al hotel; ¡no apareció! No habían pasado ni cinco minutos cuando me llamaron de recepción.

-La señora Lucía le está esperando.-

Nos saludamos con júbilo y sorpresa, parecía que nos conocíamos de toda la vida. Se había puesto guapa: un vestido festoneado con hilos de colores en el escote y ajustado a su cuerpo le cubría casi la rodilla; ¡daba gusto mirarla! Tomamos un taxi y ella marcó la dirección. Nada más sentarnos le puse la mano en el muslo, estaba al descubierto. Al rato ella la retiró; ¡la miraban por el espejo!
También esta vez habló con el taxista con familiaridad y deduje asimismo que eran conocidos, pensé que igual tenía negocios con el gremio.
Llegamos al lugar, una especie de ciudad vigilada con casas de clase media sin elementos suntuosos. La suya estaba protegida con altos muros y tenía un patio interior con abundantes flores.
El interior era un santuario de la virgen de Guadalupe. Estampas, escapularios, medallas, recordatorios, etc. hasta creí ver una carta apostólica firmada; ella me dijo que había estado de visita en el Vaticano a ver al Papa. En los rincones tenía instaladas pequeñas capillas, imágenes de la virgen con velas encendidas acompañadas de abundantes flores frescas. Me enseñó la casa, los dormitorios y el almacén repleto de mantas y colchones. Decía que era material de ayuda para los necesitados. Generosa en sus dadivas me ofreció alojamiento.

-Aquí tienes un hogar si lo deseas...-

Cuando sirvió el café trajo un álbum de fotos familiares; hoy pienso que fue el gran error del día. Yo estaba sentado y ella permaneció de pié. Cuando se inclinaba para hacerme indicaciones sobre las imágenes sus pechos se mostraban suntuosos recogidos en un delicado sujetador de puntillas, se balanceaban en una lambada dulce por el hueco del escote. Cada indicación sobre los retratos era un estremecimiento venido de aquellos senos necesitados de consuelo. 
No pude evitar pensarlo; años más tarde, aquella mujer era la viva encarnación de la catequista. Entonces me vino a la memoria la conversación de la mañana anterior y la situación en que se encontraba Adrián con ella.
¡Mi ánimo se enfrió al instante! Así fue y me cuesta creerlo, se muy bien quién soy. No pude hacer ni un gesto sinuoso, ni una mirada lasciva, ni una palabra insinuante. Nada, no pude hacer nada para seducirla, tampoco inventarme alguna escusa para quedarme...
Me parecía una doble traición: a la pobre Lucía que estaba perdiéndose en el laberinto de su memoria, arrinconada por el destino en la trastienda de una librería de viejo y felonía también a la confianza que su doble me estaba ofreciendo; me refiero a la reina del taxi en México DF.
¡No deseaba ser un canalla…!
Me despedí precipitadamente, llamó un taxi y al tiempo paró ante nosotros uno con aspecto inaudito. Era un Volkswagen, modelo escarabajo, pintado de verde igual que toda una flota de taxistas que actúan como freelancer.
Estos coches tienen dos puestas: la derecha la cierran tirando de una cuerda, eso obligaba a no llevar asiento delantero y el cliente ha de ir sentado en el asiento trasero y sin salida; ¡va literalmente enjaulado! En el trayecto me explicó como suelen asaltar a los turistas. Me lo decía en confianza ya que se suponía que yo era su “amigo”. Al llegar cerca del parlamento se formó un pequeño atasco. Fue una luz reveladora la que llenó mi mente, quizá la mano salvadora de la virgen de Guadalupe que había descubierto el entramado y le dije:
¡Me bajo aquí!
Le di un billete de diez dólares, tiré de la cuerda y salí del coche sin mediar palabra.
Él protestó: no es aquí…; ¡la señora me ha dicho…!
Al instante un hombre fortachón me pregunto con cierto nerviosismo si conocía un lugar para comer. Le indiqué que una calle más abajo estaba el Café Tacuba, allí podría comer bien. Me puso la mano en el hombro y me dijo que me invitaba a cenar, que él pagaba los gastos… Con la mano en alto hizo gestos al taxista que todavía estaba en el atasco.
Me escabullí de su “abrazo” y le dije con una sonrisa pintada en los labios…
No tiene perdida, es en la próxima calle a la izquierda, ¡no más de cincuenta metros…!

El hotel estaba allí mismo, me di una ducha de agua caliente y llame a José Aldrete, el arquitecto del Museo del Jardín del desierto en Real de Catorce. Le conté lo sucedido y me dijo sin dudarlo.

-Ha sido un intento de secuestro, así proceden normalmente…-

Quedamos para comer al día siguiente…

Salí a cenar ya relajado, era una noche espléndida y había vivido un día intenso. Poco sospechaba yo en aquel instante que lo más intenso estaba por venir, eso me hizo ser confiado y bajar la guardia.
Al girar la esquina con la calle Parlamento me estaban esperando, eran dos hombres fuertes. En un instante y casi sin darme cuenta me empujaron al interior del coche. Me obligaron a tumbarme en el asiento de atrás. Uno de ellos, el más fuerte, literalmente se sentó encima de mis piernas. Arrancaron sin hacer demasiado ruido, pero en cuanto tomaron una de las avenidas principales pusieron el coche a toda velocidad. En menos de diez minutos llegamos al lugar; ¡ya lo conocía!
Se abrió la puerta, sola, parecía que todo estaba vacío. Me condujeron sin violencia al interior, cerraron la puerta sin hacer ruido y marcharon. Escuché como el coche se alejaba a toda velocidad.
Otra vez estaba allí, contrariado y perplejo en el santuario de la virgen de Guadalupe. Esperaba una salida razonable a todo aquel entramado, pero me temía que podía terminar muy mal, no obstante no estaba asustado.
La espera se hizo interminable, no pude medir con precisión si fueron unos segundos o fueron horas enteras de angustia. Repasé uno a uno todos los santuarios, cada una de las imágenes que bendecían aquel lugar y poco a poco cambió mi estado de ánimo. Una sombra fatídica me inundó el corazón, un nudo de saliva se anudó en la garganta y las manos empezaron a sudar. Me atrapó el pánico por todo el cuerpo y un líquido frío empezó a llenarme por los pies; subía y subía sin cesar hasta que llegó a la altura del cuello.
Quede derrotado, desamparado y solo. Hasta invoqué oraciones olvidadas; yo que ya no creo en nada, me enlacé con tres padres nuestros y quince aves marías, y lo más sorprendente, casi increíble; ¡lo hice con devoción! Os podéis hacer una idea de mi estado de abandono; la premura de la situación me hizo cobarde…

¡Ya nada puede sorprenderme de mi mismo!

Al final de horas interminables que pudieron muy bien ser unos segundos, se abrió una puerta lentamente. Con cierta teatralidad apareció Lucía como una reina, hermosa y radiante. Vestía de noche; seda negra con ribetes de lentejuelas, ¡vaya! como para ir al Liceo sin entradas. Era la fiel encarnación de la catequista con algo menos de estampa. Abrió las ventanas de sus ojos, decantó un poquito la cabeza, apuntó una sonrisa en los hoyitos de las mejillas, se llevó una mano hacia el vientre, otra hacia los labios y dijo…

-A mi no me dejan plantada después de tocarme el muslo.-

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