Lucía y la luz de la razón...
Entre la conversación salió la exposición de Daumier, al salir nos fuimos directos al museo y entre risas y gestos de asombro, comentamos los dibujos. Algunos le escandalizaban, sobretodo los que hacían crítica de los gestores de la iglesia. Allí se reveló como una ferviente cristiana devota de la Virgen de Guadalupe.
Prólogo
Vuelvo a México DF. lo hago para aclarar algunas de las confusiones que
se crearán en las próximas lecturas. La imagen de Lucía puede establecer
desconcierto en el lector y deseo que en estos relatos prevalezca la
veracidad de los hechos.
Confieso que los nombres son ficción, no puede ser de otra manera ya que estas personas están unidas a
mí por lazos indestructibles y deseo mantenerlas por muchos años. Ellas leerán estas historias, corregirán mis
observaciones y compartirán mi asombro al constatar en el espejo de la palabra
lo que nos ocurre en la vida. Contemplarán como lo cotidiano se deviene en leyenda con perfiles casi heróicos. Es más, en la cumbre de lo indecible puede quedar
la duda y es comprensible, pero tened presente que si relatara lo que en
realidad acontece sería una historia mil veces más increíble. Quizá aparecería como la
culminación de la fantasía y escandalizaría o llenaría de incredulidad a los más
avezados en la conducta humana.
Algunos hechos pueden ser mal interpretados por mi parte y habrá secuencias
que quedarán sin consenso; ¡lo de siempre, contrariedades en los reflejos del mundo! También que
las Lucías implicadas puedan molestarse; ¡qué mal me sabrá si así sucede! Les
pido perdón por adelantado, invoco su comprensión y les agradezco profundamente
que hayan o estén pasando por mi vida. No obstante estoy tranquilo, he
constatado en todas ellas la amplitud de un corazón grande, universal y
generoso. Les deseo lo mejor que se pueda invocar para el alivio de sus vidas y
les envío sosiego para que hagan de si mismas una fuente de luz, un hatillo de
esperanza donde la razón va a hurtadillas y se alimenta.
Ellas son parte imprescindible en las pasiones de la obra, la llaga de los amores frustrados,
¡también son la luz de mi pensamiento!
El rapto
Cuando terminé la reunión con Adrián en el café Tacuba, eran las doce
treinta de la mañana, ni un minuto más ni uno menos. Me fui directo al Museo
Nacional de Arte, estaba anunciada una exposición de dibujos y grabados de
Honoré Daumier. Entré y me hicieron reír sus sarcasmos; disfruté un buen rato contemplando la agilidad de sus
manos y la mala uva que gastó con sus coetáneos. Consiguió quitarme el pesar
que llevaba dentro y aligerar el día, pues quedaban horas de acontecimientos
nuevos.
Cuando me di cuenta ya era tarde, salí a la calle dispuesto a comer lo
que fuere. Encontré un restaurante chino y allí tomé asiento; pedí el menú del
día.
Justo empezar, una señora bien parecida me pidió si podía sentarse, no había mesas libres y le dije que encantado. Nos presentamos con infinidad de detalles, me dijo que se llamaba Lucía, cosa que no me extrañó en absoluto. Me explicó también que estaba separada; su marido se había marchado con una mujer más joven y según me relató, debido a la actividad excitante con la nueva esposa, había contraído un cáncer de próstata…¿? Debió ser el castigo.
Justo empezar, una señora bien parecida me pidió si podía sentarse, no había mesas libres y le dije que encantado. Nos presentamos con infinidad de detalles, me dijo que se llamaba Lucía, cosa que no me extrañó en absoluto. Me explicó también que estaba separada; su marido se había marchado con una mujer más joven y según me relató, debido a la actividad excitante con la nueva esposa, había contraído un cáncer de próstata…¿? Debió ser el castigo.
Era una mujer madura, atractiva, de rostro agradable, vestía ropas
oscuras de buena calidad y llevaba zapatos de aguja. Era conversadora,
conocedora del país y especialmente de las quimeras políticas, asunto este que
me interesó al instante.
Entre la conversación salió la exposición de Daumier, al salir nos fuimos directos al museo y entre risas y gestos de asombro, comentamos los dibujos. Algunos le escandalizaban, sobretodo los que hacían crítica de los gestores de la iglesia. Allí se reveló como una ferviente cristiana devota de la Virgen de Guadalupe.
Al salir y empezar a bajar las escaleras la note insegura, le di el brazo
y se cogió al instante. En aquel momento note el contacto de su cuerpo, la miré
y ella se sonrojó levemente.
Agradecida por el trato me invitó a tomar un café en su casa al día
siguiente, entonces noté una mueca sutil en su boca. Como yo desconocía el
territorio quedamos en el mismo restaurante que había desayunado con Adrián
horas antes. Ella tomó un taxi y marchó alegre con gestos resueltos con el
chofer. Al parecer, por el trato y la conversación mantenida, deduje que ya se
conocían.
A la hora acordada yo estaba otra vez en el Café Tacuba. Pasaron los
minutos, se alargaron los segundos, se consumió una hora, repasé cada rincón
del local, escuché uno tras otro los temas que cantaron los mariachis, se
hicieron los cielos interminables y ya aburrido, pagué la cuenta y me fui al
hotel; ¡no apareció! No habían pasado ni cinco minutos cuando me llamaron de
recepción.
-La
señora Lucía le está esperando.-
Nos saludamos con júbilo y sorpresa, parecía que nos conocíamos de toda
la vida. Se había puesto guapa: un vestido festoneado con hilos de colores en
el escote y ajustado a su cuerpo le cubría casi la rodilla; ¡daba gusto
mirarla! Tomamos un taxi y ella marcó la dirección. Nada más sentarnos le puse
la mano en el muslo, estaba al descubierto. Al rato ella la retiró; ¡la miraban
por el espejo!
También esta vez habló con el taxista con familiaridad y deduje asimismo
que eran conocidos, pensé que igual tenía negocios con el gremio.
Llegamos al lugar, una especie de ciudad vigilada con casas de clase
media sin elementos suntuosos. La suya estaba protegida con altos muros y tenía
un patio interior con abundantes flores.
El interior era un santuario de la virgen de Guadalupe. Estampas,
escapularios, medallas, recordatorios, etc. hasta creí ver una carta apostólica
firmada; ella me dijo que había estado de visita en el Vaticano a ver al Papa. En los
rincones tenía instaladas pequeñas capillas, imágenes de la virgen con velas
encendidas acompañadas de abundantes flores frescas. Me enseñó la casa, los
dormitorios y el almacén repleto de mantas y colchones. Decía que era material
de ayuda para los necesitados. Generosa en sus dadivas me ofreció alojamiento.
-Aquí
tienes un hogar si lo deseas...-
Cuando sirvió el café trajo un álbum de fotos familiares; hoy pienso que
fue el gran error del día. Yo estaba sentado y ella permaneció de pié. Cuando
se inclinaba para hacerme indicaciones sobre las imágenes sus pechos se
mostraban suntuosos recogidos en un delicado sujetador de puntillas, se
balanceaban en una lambada dulce por el hueco del escote. Cada indicación sobre
los retratos era un estremecimiento venido de aquellos senos necesitados de
consuelo.
No pude evitar pensarlo; años más tarde, aquella mujer era la viva
encarnación de la catequista. Entonces me vino a la memoria la conversación de
la mañana anterior y la situación en que se encontraba Adrián con ella.
¡Mi ánimo se enfrió al instante! Así fue y me cuesta creerlo, se muy bien
quién soy. No pude hacer ni un gesto sinuoso, ni una mirada lasciva, ni una
palabra insinuante. Nada, no pude hacer nada para seducirla, tampoco inventarme
alguna escusa para quedarme...
Me parecía una doble traición: a la pobre Lucía que estaba perdiéndose en
el laberinto de su memoria, arrinconada por el destino en la trastienda de una
librería de viejo y felonía también a la confianza que su doble me estaba ofreciendo; me refiero a la reina del
taxi en México DF.
¡No deseaba ser un canalla…!
Me despedí precipitadamente, llamó un taxi y al tiempo paró ante nosotros
uno con aspecto inaudito. Era un Volkswagen, modelo escarabajo, pintado de
verde igual que toda una flota de taxistas que actúan como freelancer.
Estos coches tienen dos puestas: la derecha la cierran tirando de una
cuerda, eso obligaba a no llevar asiento delantero y el cliente ha de ir
sentado en el asiento trasero y sin salida; ¡va literalmente enjaulado! En el
trayecto me explicó como suelen asaltar a los turistas. Me lo decía en
confianza ya que se suponía que yo era su “amigo”. Al llegar cerca del
parlamento se formó un pequeño atasco. Fue una luz reveladora la que llenó mi
mente, quizá la mano salvadora de la virgen de Guadalupe que había descubierto
el entramado y le dije:
¡Me bajo aquí!
Le di un billete de diez dólares, tiré de la cuerda y salí del coche sin
mediar palabra.
Él protestó: no es aquí…; ¡la señora me ha dicho…!
Al instante un hombre fortachón me pregunto con cierto nerviosismo si
conocía un lugar para comer. Le indiqué que una calle más abajo estaba el Café
Tacuba, allí podría comer bien. Me puso la mano en el hombro y me dijo que me
invitaba a cenar, que él pagaba los gastos… Con la mano en alto hizo gestos al
taxista que todavía estaba en el atasco.
Me escabullí de su “abrazo” y le dije con una sonrisa pintada en los
labios…
No tiene perdida, es en la próxima calle a la izquierda, ¡no más de cincuenta metros…!
No tiene perdida, es en la próxima calle a la izquierda, ¡no más de cincuenta metros…!
El hotel estaba allí mismo, me di una ducha de agua caliente y llame a
José Aldrete, el arquitecto del Museo del Jardín del desierto en Real de
Catorce. Le conté lo sucedido y me dijo sin dudarlo.
-Ha
sido un intento de secuestro, así proceden normalmente…-
Quedamos para comer al día siguiente…
Salí a cenar ya relajado, era una noche espléndida y había vivido un día
intenso. Poco sospechaba yo en aquel instante que lo más intenso estaba por venir,
eso me hizo ser confiado y bajar la guardia.
Al girar la esquina con la calle Parlamento me estaban esperando, eran
dos hombres fuertes. En un instante y casi sin darme cuenta me empujaron al
interior del coche. Me obligaron a tumbarme en el asiento de atrás. Uno de
ellos, el más fuerte, literalmente se sentó encima de mis piernas. Arrancaron
sin hacer demasiado ruido, pero en cuanto tomaron una de las avenidas
principales pusieron el coche a toda velocidad. En menos de diez minutos
llegamos al lugar; ¡ya lo conocía!
Se abrió la puerta, sola, parecía que todo estaba vacío. Me condujeron
sin violencia al interior, cerraron la puerta sin hacer ruido y marcharon.
Escuché como el coche se alejaba a toda velocidad.
Otra vez estaba allí, contrariado y perplejo en el santuario de la virgen de
Guadalupe. Esperaba una salida razonable a todo aquel entramado, pero me temía que podía
terminar muy mal, no obstante no estaba asustado.
La espera se hizo interminable, no pude medir con precisión si fueron
unos segundos o fueron horas enteras de angustia. Repasé uno a uno todos los
santuarios, cada una de las imágenes que bendecían aquel lugar y poco a poco
cambió mi estado de ánimo. Una sombra fatídica me inundó el corazón, un nudo de
saliva se anudó en la garganta y las manos empezaron a sudar. Me atrapó el
pánico por todo el cuerpo y un líquido frío empezó a llenarme por los pies; subía
y subía sin cesar hasta que llegó a la altura del cuello.
Quede derrotado, desamparado y solo. Hasta invoqué oraciones olvidadas; yo
que ya no creo en nada, me enlacé con tres padres nuestros y quince aves
marías, y lo más sorprendente, casi increíble; ¡lo hice con devoción! Os podéis
hacer una idea de mi estado de abandono; la premura de la situación me hizo
cobarde…
¡Ya nada puede sorprenderme de mi mismo!
Al final de horas interminables que pudieron muy bien ser unos segundos, se
abrió una puerta lentamente. Con cierta teatralidad apareció Lucía como una
reina, hermosa y radiante. Vestía de noche; seda negra con ribetes de lentejuelas,
¡vaya! como para ir al Liceo sin entradas. Era la fiel encarnación de la
catequista con algo menos de estampa. Abrió las ventanas de sus ojos, decantó un
poquito la cabeza, apuntó una sonrisa en los hoyitos de las mejillas, se llevó
una mano hacia el vientre, otra hacia los labios y dijo…
-A
mi no me dejan plantada después de tocarme el muslo.-
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