Piedad junto al foso de las pasiones. 2012
La catequista
Preludio
El presente relato me aleja
52 años atrás, cuando Adrián, mi compañero de clase y amigo de la niñez, me
confesó asuntos que nunca debían haber sido revelados. Adrián era un niño
normal, quizá un poco travieso y con la libido dislocada pero tenía una
sensibilidad e inteligencia extraordinaria. Ya por entonces cultivaba la
fantasía de yacer con una monja. Todo lo que estaba relacionado con el sexo lo
asociaba al olor de incienso y velas encendidas. Pasados unos años tomó
conciencia de ello y pienso que llevó el deseo hacia objetivos más elevados y
prácticos; creo que era su manera de profanar todos los templos y de conducir
el arma de la lascivia a dimensiones etéreas.
Cuando me relató los hechos,
la infidelidad, la traición al deber y la profanación del vientre virginal no eran
nada significativo para él. Las circunstancias le llevaron a superar trances
rígidos en los primeros aleteos amorosos y eso le dio correas para superar
contratiempos. Hablo de pequeños fracasos
que en algunas personas dejan heridas profundas, resabios y frustraciones
insuperables; para el sólo eran pequeños devaneos; ¡nada grave!
Aquel deseo en su mente había
empezado a incubarse a la corta edad de siete años, entre el calor que
irradiaba una ilustrada y bella mujer. Ella le adiestraba en los entresijos
divinos y terrenales; le preparaba el camino para recibir a Dios en el ritual
de la primera comunión y sin querer lo condujo a las puertas de un burdel de la
más baja condición. (Eso vino años más tarde.)
¡Empecemos!
La catequista en cuestión se
llamaba Lucía, era una mujer piadosa, tenia veinte años, era blanca de piel, vestía
de negro azabache y tenia los labios del color de las fresas. Ni que decir
tiene que ella también estaba necesitada; podríamos afirmar que estaba animada
por la pasión que la vida hace crecer en las mejores almas. Había sido premiada
con la gracia de la fertilidad y todo su cuerpo, caderas, cintura y pechos,
resplandecían con el don de la juventud. Yo la conocí a distancia y se que
podía remover todos los sentimientos con sólo mover las manos. Sus ojos eran verdes como los de Santa Lucía, tenían un brillo delicado y reían igual que lo hace un manojo de cascabeles movidos por un ingenio
misterioso.
Él estaba embrujado por
aquel raudal de sabiduría, llegó a pensar que era la voz de Dios en la tierra.
Casi estaba enajenado por aquellas manos blancas con dedos de cera.
Me lo explicaba y quedaba con
los ojos turbados.
-Con qué primor manejaba el misal… ¡era una caricia!-
Cuando Lucía cruzaba las manos, del anular colgaba una cadenita de oro. Balanceante, como un badajo diminuto, pendía un crucifijo de plata. Su brillo hipnotizaba, destilaba pasión y tintineaba en el aire; ¡qué liviana aquella cruz que soportaba el peso de un hombre torturado!
Hay que entenderlo y
sopesarlo en el corazón de un niño.
¡Aquello estremecía!
Le cautivaba aquel tono de voz, aquella cadencia misteriosa, aquellos andares firmes sobre tacones finos y brillantes. Eran andares marciales que hacían estremecer los muros de emoción. El suelo entero se zarandeaba y con él los vitrales de la vicaría. Dicen que las vueltas de cañón de la iglesia se tensaban y hasta su magnífico torreón se ponía inhiesto con sus pasos. En ocasiones pensaba que hasta las nubes dejaban caer sus lágrimas de emoción al sentir el compás de aquellos pies sobre el mármol. Todo ese despliegue sensual no era exento de cierta sabiduría libresca que le llenaba la voz con expresiones como la que citó de Marsilio Ficino (1433-1499)
-Sin la Belleza no hay posibilidad de aproximarse al Creador-
Ya podéis comprender que ante una situación así no hay ser humano que pueda quedar indiferente y él lo era; un niño demasiado humano con una estructura mental compleja.
El día de Pentecostés Lucía
hizo un esfuerzo extra y lo convocó a la instrucción religiosa. Era uno de esos
días que el cielo se desploma; llovía a raudales y llegó mojado hasta los
corvejones. Ella le dijo presurosa:
-Ven, voy a secarte rápidamente. Vas a enfriarte y Dios no me lo perdonará nunca-
Quedó desnudo como un ángel, cubierto por un hilo de pudor y una sonrisa “inocente en los ojos”. Cuando estuvo seco y vestido le dio la merienda: pan recién horneado y dulce de membrillo. Mientras comía lo sentó en su regazo y para secarlo le soplaba los rizos del pelo. Entonces le miró a los ojos y le dijo:
-¡Tienen el mismo color que los míos!-
Él degustó el dulce de membrillo y se recostó contra su pecho. Desmayada la voluntad, se dejó caer entre el simétrico volumen del valle de la niñez. Su energía quedó seducida hasta límites indecibles, el universo entero tenía el ritmo y la cadencia de aquella mujer santa que encarnaba la figura de todas las hembras y cuyo aliento había secado los rizos de su frente. Por primera vez sintió como su corazón latía en compañía; era el equilibrio del mundo con el ritmo íntimo del amor y, sobre él, como en la sinfonía de los astros, se deslizaba la dulce melodía de la vida… Ella tenía razón: la belleza del mundo está entre las frutas del creador.
¿Quién puede ser juez para condenar lo que vino después...?
Posdata: Lucía es un nombre adoptado; es la única libertad que me he tomado en el relato. Me ha parecido oportuno ya que puede unir diferentes historias acontecidas en tiempos y lugares muy alejados; por ejemplo: La que tiene luz en las manos, relato publicado en Generación Índigo. Por referencias oportunas he tomado el nombre de la mártir. Lucía entregó los ojos a su pretendiente en un cáliz de plata, se los sacó con un puñal para así poder dedicar la vida a su amado: Dios. La hicieron santa y ahora es la patrona de las costureras y los mendigos.
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