El Árbol del dolor.
La Comella era una piedra enjuta que verdeaba con la lluvia y el aliento del sol. En verano la roca se calentaba y la hierba sucumbía en pocos días, era un pastizal seco y en ocasiones se devenía en un hachón en llamas. Su rostro era una úlcera en la tierra, un saliente en la senda que yo transité al descubrirla. Fue un encuentro afortunado para ambos y así lo hemos pactado. Sin saberlo encontramos el destino y ya nada puede separarnos, los dos estamos dispuestos a quedar fundidos para siempre. Como digo, la encontré por azar y sin querer ha modificado mi vida. Le hice caminos para transitarla, le traje tierra nueva y recogí las aguas de lluvia. Le acaricié la cara para amarla, hacerle un rostro nuevo y ahuyentar la pústula de la miseria. Aquí, en este paraíso reconstruido lo dejaré todo y me sentiré bien pagado si alguien decide ser su jardinero. En ella he invertido años de trabajo y muchas horas de entrecejo. En su suelo he consumado una alianza y son misteriosos los momentos que dedico a conversar con los árboles y piedras que la habitan. Los paseos por el bosque me ayudan a entender el lenguaje de la naturaleza y de ella extraigo lo que conozco sobre mí mismo; podría decir que ella me ha terminado de hacer mientras la hacía.
La Comella era una piedra enjuta que verdeaba con la lluvia y el aliento del sol. En verano la roca se calentaba y la hierba sucumbía en pocos días, era un pastizal seco y en ocasiones se devenía en un hachón en llamas. Su rostro era una úlcera en la tierra, un saliente en la senda que yo transité al descubrirla. Fue un encuentro afortunado para ambos y así lo hemos pactado. Sin saberlo encontramos el destino y ya nada puede separarnos, los dos estamos dispuestos a quedar fundidos para siempre. Como digo, la encontré por azar y sin querer ha modificado mi vida. Le hice caminos para transitarla, le traje tierra nueva y recogí las aguas de lluvia. Le acaricié la cara para amarla, hacerle un rostro nuevo y ahuyentar la pústula de la miseria. Aquí, en este paraíso reconstruido lo dejaré todo y me sentiré bien pagado si alguien decide ser su jardinero. En ella he invertido años de trabajo y muchas horas de entrecejo. En su suelo he consumado una alianza y son misteriosos los momentos que dedico a conversar con los árboles y piedras que la habitan. Los paseos por el bosque me ayudan a entender el lenguaje de la naturaleza y de ella extraigo lo que conozco sobre mí mismo; podría decir que ella me ha terminado de hacer mientras la hacía.
Agujero y susurros. Sara, el árbol del dolor. La Comella 2004
El cazador de ángeles. La Comella 2011
Uno de los ejemplares vivos más singulares de La Comella es el Árbol del dolor, una encina cargada de siglos que ha visto sucesos indescriptibles. Por su edad avanzada y por la cantidad de hijuelos que nacen en su sombra le he puesto de nombre Sara. En la base de Sara, donde se bifurcan las raíces, se oculta una roca que recuerda un cráneo petrificado. Cuando lo vi por primera vez pensé que se trataba de la cabeza de Adán. Como el tronco estaba tan descarnado y la sequía había sido permanente le puse varios camiones de tierra, la traje de Reus, de un lugar llamado el Mas de les Ànimes. Con la tierra aportada el cráneo ha quedado escondido, pero está ahí, oculto, como tantas cosas de mi trabajo. La procedencia de la tierra fue una coincidencia afortunada y ha proporcionado un nuevo color a las historias que acompañan la encina.
El cazador de ángeles. La Comella 2011
En la base del tronco, justo detrás de la vista principal del árbol, tiene un hueco que es el que hago servir para susurrar y buscar un bálsamo a mi desconsuelo. Ahora lo habita un gato atigrado de perfiles terribles. Su madre era huraña de trato y lo tuvo en un estante del taller; allí nació como una camada de conejos, oculto entre trastos viejos. De pequeñito cayó desde arriba y se dio un golpe tremendo en la cabeza, se torció el cuello, las puntas de las orejas le quedaron aplanadas al hueso, se le dobló el cráneo y la columna quedó dañada. Fue tal el golpe que hasta la cola la tiene quebrada, zigzagueante como un rayo. No puede mover el cuello por lo que tampoco puede limpiarse como hacen todos los gatos y para caminar se mueve lentamente, casi no mueve las articulaciones lo que produce una sensación sobrecogedora. Su aspecto es deslustrado y los ojos entornados desprenden el furor del maligno…
A pesar de su aspecto lisiado es un gran cazador. Como vive salvaje en el bosque no se acerca al pienso de gatos que les damos, él sobrevive por sus medios. Come conejos y palomas torcaces, ayer devoró una grande y hermosa que vivía con su pareja en un acebuche junto al estanque. Su pareja quedó perdida y probablemente morirá de dolor. Él dejó una alfombra de plumas extendida en el suelo… Sara lo acoge con gentileza en el hueco de los susurros, ella tiene todas las caras de la tragedia inscritas en su piel, algún día las relataré, sin duda es un árbol misterioso que nos mira con asombro.
Relaciono este árbol con alguna cuestión transcendente en la vida, algo hay en ella que humaniza y llena de sentido nuestra presencia. A pesar de los años la veo reanimada cada primavera, la siento despertar al alba, sus ramas huesudas conquistan el aire con fuerza, las hojas secas hacen una alfombra sonora bajo los pies y en ocasiones me sorprende y digo para mi... ¡ah, ahora duerme…!
A Sara, ya no la oigo como antes y el gato atigrado todavía no tiene nombre… creo que está cercano su fin…
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