La ocarina.
Ayer, tres de abril de 2011, mi hijo Víctor y yo fuimos al encuentro de un recuerdo que amenazaba con perderse en el olvido, eran canciones disueltas en los estribos del aire.
¡Conseguimos evitarlo!
Intencionadamente hicimos un trayecto recorrido hace ya ocho años y evocamos aquel momento para tomar distancia y recuperar la memoria. También como aquel día, el cielo era soleado con sombras ligeras, con claros luminosos y nubes rápidas. Pensé que seguramente también las calles de la ciudad estarían agitadas. Era domingo y probablemente los paseantes rondarían festivos. Víctor me dijo con un gesto que sólo yo puedo entender...
A la ciutat, entre les persones, el temps llisca sigil·losament, no desentranya cap misteri però deixa les seves petjades invariables en cada un de vosaltres, en mi no signifiquen res.—
Pensé en voz alta para que él compartiera una reflexión de nivel como la que me acababa de hacer... El tiempo fluye sin cesar, pasa sin adjetivos y deja huellas en el rostro que describen nuestra vida, también las deposita en ti.
— Papa, jo encara tinc nou mesos.—
Lo miro sorprendido y sigo empujando la silla. Llegamos hasta la piedra que antaño me sirvió de asiento; la misma con el mismo semblante nos estaba esperando. Los recuerdos se agolparon en mi mente y una sombra inquietante me llenó de pesar…
!Han pasado tantas cosas dolorosas!
Para tomar aliento y seguir adelante rescato el eco de aquel día; presto atención y pienso que las piedras son urnas con recuerdos permanentes. Mientras siento el cuerpo dolorido y en el cielo las nubes dibujan estelas a los ausentes, yo hago acopio de recuerdos. Pienso que allí mismo escribí unas notas que ahora leo para reconstruir los hechos…
Es trece de febrero del 2003 cumplo 55 años, Víctor tiene 12, cada día pesa más, cada día tengo menos fuerza. Camino cansado después de más de tres kilómetros de empujar su silla. El dolor me quiebra la espalda y el ánimo… ¡No se que vamos a hacer ahora!
Él habla solo, yo le contesto de manera mecánica. Con los años se ha creado una fórmula acordada entre los dos, después de mil repeticiones sabemos todo el uno del otro…Estoy sentado en una roca que linda el camino, todo aparece bello en este instante, es un momento reconciliado, el que añoro cada día. ¡Un momento feliz; estado leve que pasa y saluda el pecho con la brisa que viene del mar!
Tomo asiento en la misma piedra; ella estuvo esperando silenciosa, sin decir nada. Se ha detenido en una época equidistante y no palidece nunca, solo el agua, el viento y la gravedad de los días tintan su rostro. Preside el lugar como entonces, tiene la misma forma, el mismo color, la misma textura. ¡Su tiempo no es el nuestro! Es una roca calcárea, tiene pequeños orificios, eso la hace esponjosa y singular, parece un hormiguero abandonado, una maraña de corredores sin destino. La observo atentamente y deletreo sus pensamientos, quiero gravar su rostro en mi mente, formar un recuerdo mineral que exhale preguntas permanentes.
Víctor le dice con los sentidos oblicuos…
—He vingut a veure´t, ¡t’enyorava després dels anys!—
La mira con aquellos ojos huecos que solo él sabe hacerlo. De su boca sale un poco de baba y un suspiro, al instante se pierde entre los corredores perpetuos. Acerco el oído a uno de ellos y presto atención; mis sentidos también tienen el timbre pétreo y en aquellas galerías se extravían…
Sigo atento a los rumores cautivos; ahora se revelan ante mi en una historia interminable. Oigo canciones de entonces y rescato un fragmento de: El flautista de Amelin.
¡Están ahí, tan serenas, tan presentes!
En la silla, mi hijo Víctor se ha dormido. Tumbado en el suelo miro el cielo y oigo un siseo indescriptible. Es el aliento del mundo que respira en su pecho y allí, en la piedra, queda inscrito al instante. Me acerco a uno de los orificios pequeños, pongo el dedo en su boca y el silencio lo invade todo, de su vibración natural no queda nada. Con los dedos abro y cierro las espitas, los huecos se activan en pequeños intervalos. Suena un ritmo que altera el ánimo, nunca antes se oyó algo así, es una combinación misteriosa y perfecta. La piedra le canta al tiempo acumulado, al rumor de los vencidos. Su espíritu percute con el siseo del viento y entona acordes indecibles. La sinfonía se extiende por los campos, los ojos se inundan de perlas diminutas, el pecho se hechiza de inquietud y los valles se llenan de notas armoniosas. El cántico hace temblar los colores del cielo y al instante el techo del mundo se cubre de nubarrones negros.
¡La tierra se abre de emoción!
En un estremecimiento se agrieta el suelo, bajo mis pies se cuartea y en sus entrañas dejo caer estos murmullos…
—¡Canta ocarina misteriosa!
¡rumbea el suplicio de los años!
Entre regurgitos de roca y barro
Se oyen gemidos de un niño
y en su pecho no corre la brisa
que antes llegaba del mar…—
Víctor masculla una voz incomprensible, se eleva entre los árboles, se alza y se pierde …
—!Ara s’escolten les veus dels vençuts …
...són mormols de pedra! —
Regresamos con los recuerdos envejecidos. Caminamos hacia atrás para repetir los mismos pasos, para invertir las mismas palabras, los mismos gestos. En casa sigue la misma lucha contra el olvido, hace veinte años que suenan y giran las mismas canciones, una y otra vez suenan en un carrusel interminable…
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